jueves, septiembre 07, 2017

Estoy hasta la verga y ya me voy

Me caga el inicio del otoño. Apenas el calendario cruzó hacia septiembre y pareciera como si el Sol se hubiera muerto, y con ello, mi buen humor, mis ganas de hacer cosas, mi tranquilidad, mi paciencia, y como si mi entera y chingada existencia estuviera a punto de desaparecer en el ojo de la noche que ya empieza a cernirse más temprano, lentamente, con cada día que pasa.

Este ha sido un año - si no bien del todo, sí un poco bastante de la chingada: empezando porque en enero me rompí el brazo derecho de una forma carnavalesca y tras una operación tan compleja como el secuestro de Noriega en Panama City, allá en los profundos ochenta, todavía me sigo recuperando. Con ello, se me cebaron algunas cosas: se jodió mi temporada de ciclismo, me atrasé en once mil artículos que quería, debía, deseaba escribir, pero no podía porque tras la OP padecí algo que los médicos llaman, en su jerga latinoide, "radialis parese" - es decir, que se me chingó el nervio que controla la mano derecha y no la pude usar normalemente durante seis meses, ni siquiera para pintarle un dedo a la gente que me cae mal.

Así las cosas, avanzó el año, y avanzó y sigo sin tener suficientes muebles en este departamento al que me mudé hace un año, y sigo sin escribir líneas productivas, ni hacer nada, nada de nada, ni nada que no sea nada.

Más o menos recuperado me decidí a largarme (una vez que pase un terrible deadline que espero con ansia llegue ya, la semana próxima) al sur de Francia en bicicleta - ¿en qué otro medio de transporte creían?, ¿coche?, ¿qué clase de gorda texana creen que soy?

El próximo miércoles salgo de casa hacia la ciudad de Koblenz, mejor conocida en México por una marca de aspiradoras. Y de ahí, hasta llegar a Mannheim, la ciudad con un centro que parece un cuadro de chocolate Ritter, para tomar un tren hasta Marsella.

Estoy a la verga y ya me voy


Breve galería de caminatas



 
La muy inocua, e insignificante, pero a mi ojos linda, ciudad de Dortmund.

Colonia es una ciudad que --sin saberlo-- alberga una hermosa colección de tipografías.

 Una accidentado fallo eléctrico hace parecer a la estación de trenes la instalación de algún artista

"Frente a Transylvania" (Siebenburgen = Transylvania)


miércoles, abril 23, 2014

Por qué viajar. II: Viajes al interior de mi habitación

(continuación del post anterior)

Y realmente faltaban algunos años para que pudiera realmente salir de Monterrey defintivamente. ¿Pero qué hace el viajero deseoso o aspirante a vagabundo, el que siente que tiene fuego en los pies? No todos tienen el privilegio de tener padres ricos, o de tener trabajos muy bien pagados -- o peor y más difícil aún, la libertad y el tiempo suficientes. A veces, y sobre todo cuando se es muy joven o se vive en un país difícil, solo se puede viajar hacia los interiores: se puede emigrar hacia adentro de sí mismo (Innere Migration, con este término se denomina a una generación de autores alemanes que no pudieron salir de aquí durante el nacionalsocialismo). Y eso también es un viaje: viajar no es simplemente subirse a un avión o a un coche, o treparse a un globo aeroestático. No es solo encontrarse en la expedición científica de un Humbold futuro, o de un Bouganville o un Darwin: se puede recorrer el mundo y aún así regresar igual de ciego. A veces la isla más exótica está dentro de los confines de la propia habitación, a veces la roca más antigua bajo la propia casa. Viaja así el niño pequeño entre playmobils y legos, el que prueba en casa una comida extraña, viaja el adolescente página por página de una vieja enciclopedia (o por Internet) -- Tantas veces estuve en Noruega sin estarlo, tantas veces en Tokyo sin saberlo. Incluso se puede haber viajado a través del tiempo: en el tiempo del libro, en el tiempo del filme, en el tiempo de los tiempos y a través de los relojes de muchas historias (y también a través de un espejo -- through the looking glass, como Carroll).

Así es que yo afirmo que he estado en Noruega, en el siglo XIX, cuando leí a Ibsen --de donde por cierto viene Boigen--: y realmente creo haber estado ahí y conocido a sus gentes, pues aunque Hedda Gabler o Peer Gynt nunca existieran, al mismo tiempo sí existieron pues Ibsen alguna vez conoció a alguien o miró ciertas personas que eran así, y decidió convertirlas en personajes. La ficción se confunde con la realidad, irremediablemente, y es así como un lector también viaja en la fantasía. Página tras página (o click tras click). Es así que sucede lo que Bruce Chatwin llama viajes al interior de mi habitación, porque no siempre es posible dejarla, y a veces esas paredes que parecen prisión realmente nunca lo han sido: son más bien un atajo hacia otro mundo donde una niña curiosa puede correr perfectamente detrás de una liebre, o en donde en medio de San Petersburgo aterrizamos en pleno siglo diecinueve para conocer a un alucinante estudiante de leyes dispuesto a redimir al mundo de sus lastres. Los libros son una perfecta -- si bien no única -- forma de hacer este tipo de viajes.

Viajes alrededor de la habitación propia es a lo que yo apelo cuando no quiero salir o no puedo salir. Cuando era estudiante, durante mucho tiempo tuve que quedarme en Monterrey por muchas cuestiones. Recuerdo perfectamente el dolor de cuello que me acompañaba en varias noches febriles en las que sentía que estaba a punto de estallar: era extremadamente difícil lograr conseguir el dinero suficiente para largarse y me soñaba en Australia o en la isla de Creta, con una nostalgia irreparable. Pero un día simplemente decidí que no podía quedarme solamente dentro de mi habitación con 40 grados centígrados, y que tampoco iba a amargarme por no poder tomar un avión, sino que tendría que explorar el laberinto interminable que es Monterrey, la misma ciudad de la que me quejo y me quejaré hasta que deje de tener nombre y apellido. Al dejar mi habitación y adentrarme en mi Monterrey de antaño, descubrí ríos subterráneos, casas viejas, mercados y cantinas; descubrí las antiguas mansiones de estilo californiano, moteles diminutos y prostíbulos, taquerías olorosas y muros del siglo XIX, descubrí gente y descubrí caras, caminé y hasta fui levantado de un coche en una ocasión por un sujeto que me confundió con un chichifo -- no pasó nada, puedo asegurarlo, pero fue un viaje a los recovecos del deseo ajeno y de la doble cara que me ofrecía su corbata cara y su olor a oficina. 

En mi ciudad de residencia actual a veces simplemente uso mis pies y camino: y me dirijo hacia sus viejísimas iglesias y sus discretas torres. También es un viaje en el tiempo, tanto como lo es observar a veces las caligrafías hermosas de los años cincuenta y los años sesenta que todavía decoran muchos edificios de esta ciudad reconstruida, esta ciudad milenaria pero a la vez de apenas unas décadas, pues en la guerra todo se fue al carajo y se restauró de pronto en lo que es hoy, a una velocidad increíble.

Uno se puede mover alrededor de la propia habitación, y alrededor de la propia ciudad al usar un instrumento valiosísimo que son los pies. Y es que no sé porqué la obsesión de la gente por usar solamente sus coches o su miedo a andar, si la civilización humana comenzó el día en que el homo sapiens se bajó del árbol y caminó. Caminar es la expresión más básica de la civilización, me dijo mi amigo JC cuando me mostró su barrio en París, y aún así hay quien se niega a caminar por comodidad o por pereza (o miedo).

Pero caminar, en resumen, o dicho de otra forma, usar las patas, es el primer instrumento del viaje: ¿o que acaso no fue caminando que nuestros ancestros cruzaron de Asia hacia América por el estrecho de Bering?, ¿acaso creen que llevaban sus texas trucks?, ¿que no fue caminando que Humboldt y Bonpland ascendieron al Chimborazo o no fue así que nuestros antiguos aztecas abandonaron Aztlán o los antiguos germanos descendieron en hordas hacia el Imperio y lo destrozaron para construir Europa? Si he de recordar aquí a un caminante honorable -- y  a la vez abyecto -- fue Jean Cocteau, que en los años treinta literalemente caminó por Francia y hacia Alemania --en aquel tiempo bajo el nazismo--, de lo cual cuenta en su Journal du voleur. Caminó hasta los límites del hastío y su propio impulso transgresor, se adentró en baños públicos, casernas, prostíbulos y los lugares más inmundos. También caminando es como el autor norteamericano Joseph Mitchell pudo escribir los relatos de My ears are bent, un compendio de anécdotas de la gente que conoció en el Manhattan de los 1930s.

Caminar es el instrumento más básico del viaje y el segundo paso que viene después de ese largo viaje al interior de la habitación. Cuando llegué a Bonn, y me encontraba todavía solo y sin amigos, recuerdo que a los pocos días de llegado tomé mis zapatos, una chaqueta ligera y salí: caminé hacia donde el sentido me llevara o me engañaran los ojos. El sentido de orientación es lo primero que hay que escuchar, y luego de éste las tripas juegan un papel importante: es el instinto y nada más que el instinto el que te debe decir hacia donde ir. Así fue una vez, no sé cómo, que fui a pasar frente a un prostíbulo en una de las calles más peligrosas de Monterrey: tenía si mal no recuerdo cerca de 20 años, y llevaba mi mochila al hombro y las prostitutas se avalanzaron sobre mí llamándome papito, chiquito, minene, mirrey (así, sin separar las sílabas), invitándome a pasar. No olvido el olor a perfume, y la enorme estatuta de la San Muerte protegiéndolas. Debieron ver mi rostro tan asustado, (que las miró con unos ojos hinchados por la sorpresa, no del todo agramatical con el paisaje, pero sí inesperada) porque unos instantes después explotaron en carcajadas. Ese encuentro sucedió gracias a una fervorosa caminata, y aunque me asusté al principio, debo confesar que lo último que me quedaba de inocencia quedó herida de muerte -- y nunca volví a ser el mismo. Ese episodio y muchos otros que resultaron de largas caminatas no los podré olvidar.

No se puede sentir miedo: siempre habrá un ángel de la guarda (el ángel del instinto) observando alrededor y detrás de tí. El miedo --después de la pereza-- es el mayor obstáculo a vencer.






lunes, abril 07, 2014

Por qué viajar. I: De cómo nace el instinto viajero

Hace poco escuché una vieja entrevista con el autor de literatura de viajes Paul Theorux,* en la que dice que él se fue de su natal Massachussets para poder ser él mismo. Hablaba de un impulso interior de irse muy lejos, y que pensaba que necesitaba primero largarse para que su imaginación se incendiara. No pudo tener más razón este señor.

Hace muchísimo tiempo, tiempos remotos ya, tuve que pasar la oscura prehistoria de mi adolescencia en una de las ciudades con una de las clases medias más rancias, mediocres, aburridas y absurdas -perdón, no se me ocurre otro adjetivo-: Monterrey (México, al noreste). La clase media (medio mentalmente obtrusa, medio tonta, medio mediocre pero completamente católica, hija de María Auxiliadora, Marcelino Champiñón o LaSalle) en la que fui criado me mostró horizontes muy limitados, un modelo de vida muy rígido y "valores" basados en un catolicismo consumista, conservador, racista y con una doble moral (porque con una no es suficiente) tan aburrida que en cuanto se me cayó la banda de los ojos (ca. 13 años) tuve un profundo deseo de largarme de ahí en cuanto me fuera posible.

Siempre supe, lo sabía perfectamente en el fondo de mi atormentado espíritu por las hormonas y el deseo, que había --debería de haber-- sitios mejores y más interesantes, más llenos de vida y estímulos de todo tipo: música, arte, literatura, paisajes naturales, sexo, idiomas distintos. Sabía que tarde o temprano quería ver el mundo y hacer otras cosas de mi vida y no estudiar ingeniería X o mercadotecnia Y para ganarme un puesto en algún consorcio mexicano y conseguir el así llamado sueño regiomotano (casa, coche, niños, por supuesto todos de moreno claro a blanquitos, para ser alguien dentro de la gran pirámide de la pigmentocracia mexicana, más empinada y difícil de escalar que todos los monumentos arqueológicos de nuestra aporreada nación). 

Independientemente de eso, pienso que todo tuvo un origen aparte de mi infinita curiosidad natural. En mi infancia, no solo el viaje era rutina -- mis padres, originarios de Tamaulipas, nos obligaban a visitar a la familia con muchísima regularidad --, sino que para las vacaciones se viajaba bastante alrededor de México y hacia la frontera texana; cada verano, mi padre nos subía al coche y nos íbamos a la aventura por ahí: Zacatecas, Mazatlán, Durango, Acapulco, Taxco, Puebla, Tlaxcala, Veracruz. Mi papá nunca tenía un plan fijo, y tampoco nos avisaba de tales (si lo hacía no me acuerdo), pero recuerdo la alegría de esos viajes llenos de planes espontáneos: las canciones, los paisajes, las montañas, la gloria de las antiguas civilizaciones, los mercados llenos de comida rara y exquisita. Yo era un regio acostumbrado a una gastronomía que aunque rica, muy diminuta, y los mercados con sus caldos y pozoles y maíces de distintos tonos fueron los que más se quedaron en mi memoria. Aún así yo era demasiado joven para apreciar con plenitud ciertas cosas, como por ejemplo, los abismos culturales que hay dentro de México o las diferencias lingüísticas, pero mi padre gracias a ello nos introdujo esa vena de curiosidad por otras geografías. Recuerdo que uno de esos inviernos atroces de los que ya casi no hay, en el estacionamiento de un shopping mall en McAllen, Texas (¿o sería Laredo?) ví varios automóviles con placas de estados como Minnesota, South Dakota, Arkansas, Ohio, etc., que pertenecían en su mayoría a ancianos que venían huyendo de los -273 grados celsius. Recuerdo que esas placas me llamaban terriblemente la atención y exhaltaban mi curiosidad: ¿cómo se verían esos estados?, ¿qué tipo de gente vivía ahí?, ¿qué religión practicaría y cómo sonaría su inglés?

Cuando estaba en la preparatoria, oh nicho infernal, me aburría muchísimo en las horas libres. Yo no era --como podrán imaginarse-- ni por asomo popular (tampoco quería serlo, qué hueva), y salvo unos cuantos amigos que me tardé en hallar, con nadie lograba entretenerme: la inmensa mayoría de mis compañeros (un 90%) era inmensamente idiota y aburrido (más de lo que yo era). No les interesaba nada más que alguno de los equipos de futbol locales, la música pop ñoña de la época y estudiar algo fácil para ganar mucho dinero. Por esa época descubrí el Internet, los sitios web en lenguas extranjeras y los foros de discusión y chats (muy escasos en esa época) donde había gente de todo el mundo. Recuerdo haber encontrado la página personal de un sueco fan del Manchester United al que le escribí un mail preguntándole que cómo era su país: nos intercambiamos bastantes correos, que por desgracia no guardé (aun me acuerdo de las preguntas tan ingenuas mías, como por ejemplo, si era cierto que la gente se bañaba desnuda en esos fríos mares y si eran tan fríos como se decía). Ya dominaba el inglés y podía acceder a muchísima información de muchísimos lados del mundo.  

Mi hermana se había mudado a Ciudad Juárez, Chihuahua, algo así como el Planeta Marte en distancias europeas, a solamente (!!) unas 14 horas en coche desde Monterrey. Recuerdo la gran excitación que me produjo el primer viaje que hicimos en familia para visitarla: la extraña planicie texana (¿Vieron "No Country For Old Men"?) y sus pueblos raros, Fort Stockton, Alpine, Valverde, Eagle Pass. Podrán pensar que qué simple, pero para mí fue como echarle luz a un rincón oscuro del universo: el paisaje texano, estepario, lleno de arbustos pequeños, planicies que jamás se terminan, venados cola-blanca que de la nada saltan sobre tí, muchos gringos corpulentos manejando señoras camionetotas y diners con huevos estrellados y carne seca. El viejo oeste: y al final de una inmensa, larguísima carretera plana como la muerte, El Paso, Texas y Juárez, Chihuaha, dejando una herida de luz sobre el paisaje vespertino, ante unos cerros resecos, resequísimos, vigilados por una iluminada Lone Star (del lado americano) y una inscripción bíblica (del lado mexicano). Recuerdo haber regresado a Monterrey con una sonrisa enorme en el alma, y con varios libros en inglés que devoré en cuestión de días: entre ellos, una libro de poesía de Wislawa Symborska (de Polonia, ¿cómo sería Polonia?). Recuerdo cómo me fascinó enterarme de que había en El Paso una comunidad judía, y ver su periódico de repartición gratuita en el Barnes & Noble del pueblo, oh gran descubrimiento, era como un pedazo de otro lejano mundo.

Poco después tuvo lugar mi primer viaje solo a la lejanía verdaderamente lejana (o al menos, para esos estándares): Vancouver, Canadá, donde hice una pequeña estancia durante la preparatoria. Claro, Canadá era el destino típico de los chavitos de la clase media alta para aprender inglés. Yo era de economía algo jodida, e inglés ya sabía, pero aún así fui (no sé cómo lo logró mi papá, que en esa época atravesábamos por una crisis económica familiar). Fue poco tiempo, sin embargo mi mente llegó tan azuzada, tan llena de ideas, tan histéricamente estimulada y a punto de estallar que apenas podía esperar el momento siguiente en que una experiencia similar volviera a suceder. Pero yo no era económicamente independiente, y México, ya saben, no es precisamente un país donde fluya la leche y la miel.

Cuando regresé a Monterrey no pasó mucho tiempo antes de que me empezara a sentir  ( { [ cada ] vez } más ) ( { [ encerrado } ] ) y  a  v e c e s 
c a d a v e z m á s  

            A.     I.     S.     L.     A.     D.     O.

Odiaba esa ciudad, aunque luego la amé y luego la volví a odiar 10,000 veces. Cuando escuché a Juan Goytsolo, un importante autor español asentado en Marruecos, decir que las personas no tienen raíces, sino pies, pensé cuán llena tenía de razón la boca ese señor. Y fue de ahí que decidí que cada vez que pudiera me largaría, aunque fuera solo a la pinche Villa de Santiago. Faltaba mucho tiempo para poder salir de allí de verdad. 

Creo, después de esta larga desiderata, que el deseo de moverse nace de una curiosidad tan infinita que te hace querer abandonar -- por el tiempo que sea --  el lugar donde naciste.

Cologne, Germany, 8 de abril de 2014.

* recomiendo escuchar la entrevista, dura 50 minutos más un round de preguntas.

viernes, noviembre 02, 2012

Día de Muertos. Un recuerdo.

Hace siete años falleció mi abuelo paterno. No eramos demasiado cercanos, pues él era una figura de  autoridad que aunque querida era a la vez temida, y eso frenaba que hubiera mucho acercamiento. Pero lo recordé hoy, y me acordé que exactamente hoy cumple años de habernos dejado. Junto a él, recordé a mi amada abuela, su esposa, que se fue 6 años antes que él en la misma fecha.

En México, los primeros dos días de noviembre es para recordar a nuestros amados fallecidos y honrar su memoria. Y recordé que cuando mi abuelo falleció había escrito este pequeño texto. Hurgué entre mis archivos y lo encontré. Aquí se los comparto de nuevo.


Adrián H.

A la memoria de mi abuelo
1916-2005



Trato de reiniciar el trazo, de hacer memoria, más allá del momento en que supe discernir las primeras formas, las primeras letras, el primer color.

Todo en el mundo comenzó con un sí (Clarice Lispector: 9)


Imagino las noches frías de la sierra, el interminable cosmos indicando el rumbo de los hombres. El silencio, el olor de la hierba, las hondas raíces, el lamento del ganado, el rumor de la gente.


No sé si algún día en aquella remota villa serrana soñaste las ramas bifurcantes que dejarías.Si bajo las luz de las velas de cera imaginaste que tu nombre llegaría hasta nosotros y todavía más allá.

Si aprendiendo las primeras letras o bajo la disciplina implacable de tu padre imaginabas todo esto. Si pensabas en el devenir de las décadas.

Me pregunto si imaginabas que cruzarías al otro siglo intacto para de repente irte, como diciendo, crucé los años, lo logré.

Pienso en el adolescente que llegó a la ciudad para forjar un nombre y una casa. El apellido que fundaste -porque dicen por ahí que realmente no eras Herrera-. Pienso en el hombre que vendía ropa a mediados de siglo, que era juez. Pienso en el masón anticlerical, el ateo incansable, el matasotanas.

Mi abuela débil bajo tu sombra sempiterna, ahora extinta, esperándote, tolerándote, amándote, dándote hijos. Tus incontables hijos; doce, oficialmente.

Alto, grueso, cejas abundantes. Eras el patriarca incuestionable, de moral firme. Odiabas tanto a la gente disipada y sus excesos.

Temíamos tus gritos, tu desaprobación. Pero también eras el abuelo que todo lo consentía, preocupado por nuestras enfermedades, gustoso de que sus ramas crecieran, de que dieran frutos.

Amaste con fervor a las mujeres de tu familia. Todas ellas, consentidas tuyas. Por nosotros, vivías empeñado en que se nos rasgara la piel porque en el dolor, decías, estaba el aprendizaje, porque siempre creíste -y nos has hecho creer- que el trabajo es sagrado, que el sacrificio es un medio, quizás el más valioso de todos.

No sé si cortando magueyes o bebiendo el chocolate matinal, hace ya muchas décadas, nos habías imaginado. Nosotros.

Todo en el mundo comenzó con un sí (Clarice Lispector: 9)

Está todavía en mi memoria esa recia voz rompiendo la calma que el olor de los pisos limpios crea en los largo pasillos de tu casa. 1943: Tu casa. Engendraste a mi padre, y él me engendró a mí. Lo alimentabas, curabas su enfermedad, vigilaste con rigor y disciplina su crianza, del mismo modo en que él lo hizo conmigo. Somos una cadena larga.

Tengo un diccionario tuyo. Me lo regalaste hace ya tiempo. Ahí están algunas de las palabras que usamos. Ahí, consignada, nuestra comunicación.

Siempre que nos veíamos me preguntabas cómo me iba. Yo te digo que bien. Que estoy contento. Que he conocido el amor, que quiero viajar, conocer gente, ver el mundo.

die Welt rundsehen / Menschen kennenlernen (Ausländer: 72)

Así como tú lo abriste.

Creo que jamás me será posible computar las cifras que tu transitaste, que tú poblaste. 1916, 1938, 1945, 1970. Pero en algún punto teníamos que coincidir. Y en otro, separarnos.

Miro las fotos. Y busco en todos esos años una semejanza. En el espejo encuentro tus cejas, tu nariz. Aquí están, sobre mi cara, repitiéndose.


Yo les pregunto a ustedes: ¿Cuánto pesa la luz? (Clarice Lispector: 80)

jueves, octubre 25, 2012

En defensa de las humanidades. Una breve polémica..


Geisteswissenschaften, o ciencias del espíritu, es el nombre con el que se conoce en alemán al campo que cubre todas las ciencias humanas. Esta denominación germánica me hace pensar en la naturaleza abstracta e intangible de nuestra actividad, si bien imposible de concretizar en máquinas y objetos, su existencia en el mundo de las ideas o en el del espíritu es lo que les da su permanencia.

Ayer por la tarde tomaba un café con una amiga en la vecina ciudad de Bonn. Me comentaba de las dificultades que implica iniciarse en un programa de doctorado, refiriéndose al hijo de unos amigos suyos; luego hablábamos de que en Alemania, así como en otros países desarrollados, hay muchísimas personas que ostentan el título, más incluso de las que el propio mercado laboral y universitario a veces ocupa, aunque esto no sea verdad en muchas áreas en las que más bien hace falta gente. En todo caso, llegamos a un punto crucial donde indudablemente no coincidíamos: la supuesta inutilidad de las Humanidades. En estos tiempos de crisis en Europa y con los debates económicos al interior de los estados federados alemanes sobre los presupuestos educativos, las cuotas universitarias y el proceso de Bolonia, parecería que nuestros campos de estudio están amenazados si no logran adaptarse a las necesidades del mercado.

Me parece muy bien que se busque orientar las carreras de humanidades de una forma que se pueda tener un empleo que provenga del sustento en otro tipo de actividades relacionadas. Lo que me parece  inaceptable es el asedio de la actividad intelectual per se argumentado su "inutilidad" o, dígamoslo en términos de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, falta de "instrumentalidad". Ciertamente las Geisteswissenschaften no son un instrumento como lo es la biología, la medicina o la física; es, más bien, un instrumento para la reflexión abstracta y el desarrollo del pensamiento crítico que va más allá de hablar de libros, obras de arte e ideas filosóficas en cafecitos interminables y tonos esnobs.

Para mí, y para muchos, las humanidades son un proceso de liberación y renovación de nuestra conciencia histórica y cultural. Son un instrumento para entender las fuerzas que rigen la sociedad, para hacernos reflexionar sobre los mecanismos de poder y dominación, sobre quiénes somos y sobre el sentido de todo aquello que nos rodea y lo que hacemos. Quien diga que este mundo de las ideas no sirve para nada se equivoca terriblemente. Sin la reflexión abstracta, el progreso de la Humanidad sería simplemente imposible; no sería a través de la ingeniería que hubiésemos llegado a desarrollar ideas políticas modernas como la democracia, la noción de libertad y de los derechos humanos. Bajo un esquema de pensamiento "práctico" e "instrumentalista", podríamos aún en pleno siglo XXI legitimar el esclavismo, la sumisión de la mujer, el colonialismo, la dictadura y la omnipresencia de la Iglesia. No es solamente el avance técnico lo que nos hace seres más avanzados, sino también la forma en que nuestra tecnología cultural y social evoluciona paralela a la técnica: de hecho, no podemos entender el uno sin el otro, y el que uno de ellos --en este caso, el humanístico--se suprima o pretenda controlarse bajo determinados intereses, conlleva un tremendo peligro.

La discusión e investigación en humanidades debe seguir existiendo, debe seguir financiándose y debe seguir fomentándose, y facilitar su acceso a todos los individuos de cualquier sociedad libre, si es que queremos continuar avanzando y manteniendo nuestro nivel de avance cultural y social. No hablo solamente de la continuidad de nuestras disciplinas en el seno de las universidades, sino que en todo el sistema educativo, desde la educación básica hasta la preparatoria, debe existir un espacio para la reflexión y la crítica, el conocimiento de nuestra lengua, nuestra historia, nuestra literatura y nuestro arte.

Una sociedad que no piensa es esclava de la mentira y el consumo; un mundo que no reflexiona sobre su pasado está obligado a caminar hacia el futuro a ciegas, con el peligro de caer. Hace un par de días reflexionábamos en uno de mis cursos sobre el 1968 mexicano: la violenta opresión gubernamental, el posterior silencio y la censura. Imagínense ustedes que 44 años después de aquel derramamiento de sangre no pudiéramos discutir de las causas, el desarrollo y las consecuencias de aquel evento: que nadie tuviera que leer los testimonios que recogió Poniatowska o Luis González de Alba, o ver Rojo Amanecer de Jorge Fons y otros documentales, porque no es "instrumentalmente útil", porque "no sirve para nada". Imagínense el tremendo hueco sobre la conciencia de toda una civilización no tener noción ni idea de lo que significa luchar por la libertad y contra la imposición. 

Imagínense que alguien me prohibiera investigar sobre literatura alemana y migración en el periodo nacionalsocialista porque simplemente no se puede aplicar a ningún campo de la vida concreta: porque no puedo con ello vender coca colas, ni fabricar automóviles o medicamentos. No podría yo contribuir de ningún modo a que continuaramos pensando en la forma en que las letras y las artes en general pueden ser un instrumento peligroso de propaganda, y al mismo también una herramienta de lucha contra la infamia y la locura racial y totalitaria del fascismo. No podría contribuir, lo poquito que lo hago, a entender el desarrollo de la idea de nación y cultura alemana más allá de las fronteras de Europa, en los procesos de migración; muchos seguirían creyendo que Alemania es y siempre ha sido solo un receptor de "malos inmigrantes" y no habría memoria de que alguna vez la gente también se fue de aquí, incluso mucho antes del advenimiento del fascsmo. Fascismo, una palabra que hace tanto eco en la Europa de hoy, amedrentada por una crisis monetaria y política cuyas causas están precisamente en la debilitación de las instituciones democráticas y la soberanía del Estado bajo las corporaciones y los bancos.

Sin las Humanidades sería sencillísimo hacernos creer historietas pendejas, como por ejemplo pretendieron hacerle creer a nuestros parientes españoles que con la entrada a la Unión Europea no faltaba mover un dedo más hasta que se hundió el país entero en un par de meses. U observen ustedes el caso de Estados Unidos, cada cuatro años en riesgo constante de caer en garras de alguien todavía más pendejo que George W. Bush que los envíe otra vez a alguna guerra absurda y termine por privatizar hasta el agua y el aire, y acabar con todo derecho ciudadano hasta terminar de favorecer al último de los consorcios. O como quieren hacernos creer a nosotros los mexicanos, no sin mucho éxito, que la guerra contra el narcotráfico es una lucha de legítima defensa del Estado de derecho que justifica los miles de muertos y la inversión en millones en más armas y más congeladores de cadáveres, a la vez que ciertos cárteles son favorecidos en una guerra de una doble moral absurda donde son frenéticamente aplaudidos locos despóticos al estilo Mauricio Fernández.

Quitarle a los jóvenes la oportunidad de desarrollar unos ojos críticos para enfrentarse al futuro conlleva un terrible peligro para nuestra civilización. Sería entregarle el mundo, así como así, a individuos sin conciencia ni respeto por la vida ni la libertad. Sería convertir el planeta Tierra en un sweatshop gigantesco, en una especie de Mundo Feliz donde la elite hace lo que quiere con nosotros. 

Y no es que vivamos ahora en el más ideal de los paraísos: pero al menos no han logrado hacernos llegar aún a ese punto en el que nadie piensa y solo consume.






lunes, septiembre 24, 2012

Trashy Cologne. Una visita a los sexclubs de Köln.


Hay una iglesia, la más antigua de todas, que se llama Santa María en el Capitolio, construida sobre lo que alguna vez fue el templo de Diana, cuando se terminaron los viscerales tiempos romanos y esto se llenó de tribus germánicas que apenas y conocían la escritura. Santa María en el Capitolio aparece nítidamente dibujada en el mapa de Mercator de 1575, atinado cartógrafo que no imaginó lo que surgiría siglos después en ese pequeñito barrio que en aquella época seguramente se hacía rodear por mercaderías y talleres. Ahora en el siglo XXI es precisamente en el barrio de Santa María en el Capitolio en el que uno puede darse cuenta de que Köln / Cologne es un reverendo mugrero, y no lo digo solo porque sea sucia y ruidosa comparada con otras ciudades, sino porque es deliciosamente pervertida y puerca. Creo que solo la superan Berlín y Hamburgo, aquella por ser la capital y estar llena de ex-Stasis y políticos ansiosos de un fellatio estilo africano, y la segunda por ser un puerto lleno de pescado y mercancías exóticas, Fischmarkt y aledaños, adonde llegan los barcos de Asia y América ya no con jaulillas rellanas con micos, sino con cajotas de iPhones y iPads y demás chucherías.

El barrio de Santa María en el Capitolio alberga varios de los sexclubs más apestosos: apestosos porque hay tinas para ser urinado con placer por otros; apestosos porque huele a cerveza, a sudores y artículos de limpieza. No me pregunten nombres porque no sé como se llaman, solo sé como llegar: y es que es obvio. Hay sitios cuyo nombre no necesitas saber, solo necesitas saber dónde están. El nombre siempre será ridículo o hueco, algo que cambiará junto con el dueño y luego desaparecerá para siempre cuando clausuren el lugar que denomina. Pues caí una vez ahí en esos sitios rodeados de tienditas para turistas y otras  burradas porque a un amigo se le ocurrió llevarme. Se sorprendió cuando le dije que no conocía X, Y y Z locales. Decidió que fueramos, pues al día siguiente era feriado y podíamos no dormir todo lo que quisieramos. Pocas veces he visto tanta cachondez reunida en un grupo de hombres de todas las edades posibles, legales e ilegales, florecientes o desvanecientes, túrgidas o flácidas, edades todas, oh placer, que no conoce fronteras, miedo me ha dado, miedo me da y miedo me dará. Uno de los susodichos sitios --se me olvidó el nombre--, está especializado en desechos corporales: se mea y se caga, se puede ver a otros defecar y se puede ser orinado u orinar a otro. Hay películas porno en pantallas, de esas setenteras sin condón, y apesta a rayos: apesta a Pinol distorsionado en ocho mil otros químicos, como si no hubiera sustancia alguna sobre esta Tierra capaz de detener tanta atrocidad nasal. Para entrar, hay que tocar el timbre: las redadas de la policía y del departamento de salubridad son frecuentes. Creo que este tipo de lugares están aquí para recordarnos que somos seres en un constante proceso de descomposición, y que es debido a esa descomposición por la cual nos aferramos al placer antes de destruirnos.

Omito los otros sitios. Son demasiado comunes: leather, látex, cosas así. Prefiero describirles otro que está entre los dos antiguos mercados, Heumarkt y Neumarkt, junto a un túnel de la nueva línea del metro que lleva en construcción desde tiempos carolingios. Ahí se hacen fiestas fetish temáticas o multitemáticas. Las mujeres--biológicas-- están prohibidas. En un remanso donde se puede fumar, situado donde están las escaleras para descender al laberinto del sótano, me senté a tomar  cerveza y fumar: había unos sujetos vestidos de cuero con erecciones monstruosas, haciendo también sus pausas para beber y fumar tranquilamente mientras hablaban de nazis y nazismo. Uno me preguntó si era de Colonia o si era un immie (inmigrado). Al oír mi obvia respuesta, explayó sus posturas anti-turcas, anti-musulmanas, anti-südländer. No sé si entré yo en esa categoría o no, pero me da igual: pasó a explicarme porqué las dictaduras son buenas.  El amigo que me acompañaba nació en la DDR, así que su memoria está plagada de anécdotas de dictaduras y totalitarismos y gente desaparecida. En aquel remanso de fumadores la atmósfera se volvió política y me aburrí. Caminé hacia los túneles. Mi amigo y yo éramos los únicos en ropa normal, nos aguantábamos la risa. Aunque no es la primera vez en la vida en que me toca entrar a un sitio así (he visitado estos lugares antes en Ciudad de México, en Nueva York y en Hamburgo), hubo un punto en que le dije que no se alejara mucho de mí y que, de ser necesario, aparentara ser mi compañero: era demasiada la perversión reunida, demasiada la cachondez y la exhaltación pornográfica de los distintos atuendos que por un momento temí que tomaran mi ropa normal de civil como otro fetiche y me violaran.

Terminado de contemplar aquello subimos de nuevo al nivel donde todos "socializan", o sea, la pista de baile. Había dos sujetos encuerados danzando como lobas, uno de ellos de edad avanzada, el otro no tanto. Había un negro en ropa interior sentado en la barra. Otro andaba vestido de ninja (?!?) y se reía de no sé qué, solito.

La conversación con el neonazi leather me dejó algo perturbado: hay substratos de la ciudad en que las líneas de la corrección política desaparecen. Hay recovecos en los que los valores cívicos valen madre. En esos calabozos prácticamente todo está permitido, excepto matar (creo). Me impresionó darme cuenta cómo todas esas capitas de hipocresía, simpatía y pudor que usamos para socializar normalmente ahí en este club se anulan por unas horas. Solo rige la ley del consumo mínimo, porque no sé siquiera si valga todavía el sentido común (por aquello del bareback). 

Cuando salimos de ahí, nos fuimos caminando en la más tardía madrugada hasta nuestras respectivas casas. Los panaderos abrían, la ciudad comenzaba a funcionar. Uno que otro jogger madrugador iniciaba su jornada en el hiperestrato donde todo funciona correctamente.

Herr Boigen v. I.
Köln, septiembre 2012.