viernes, septiembre 30, 2011

A sort of homecoming

Volver a Alemania siempre está acompañado de sentimientos opuestos: por un lado, alegría de volver a mi privacidad y a mis amigos de acá; pero por el otro, una tristeza y una nostalgia inevitables que una vez se hicieron tan grandes e insoportables que tuve que tomar hierba de San Juan, sobre todo porque era otoño, la época más melancólica del año.

Ahora también es otoño, y aunque he aprendido a gobernar mejor mis sentimientos, cierta nostalgia es siempre inevitable. Esta mañana abrí las persianas y, como no queriendo la cosa, pasó una revolvedora de Cemex --que tiene su sede alemana por cierto muy cerca de aquí de Colonia (no es que ame a esa multinacional, la verdad es que me caga, pero el logo me recuerda Monterrey)--; la panadera observó que vengo más moreno que de costumbre --cómo no con esos soles--, desayuné con una taza de café mazatleco. No falsamente dice mi amiga G., de Mexicali, que lleva 20 años viviendo aquí: "Podrás sacar a un mexicano de México, pero nunca podrás sacar a México de un mexicano".

Cruzar de uno a otro país es transitar entre mundos opuestos: México, ustedes lo conocen cómo es, lleno de contrastes tremendos, lleno de sol y de color, sonidos de todo tipo, estimulante, en todos los sentidos posibles, erotizante y sensual. Y Alemania, de paisajes lindos pero monótonos, gente que no alza la voz casi nunca, tranquilidad y silencio que son agradables, pero que pueden llegar a perturbarte. Yo tengo que recurrir a muchos recursos para que ese silencio no penetre en mi corazón y me calle por dentro. El silencio alemán impone, tanto para lo bueno como para lo malo. De hecho, cuando llegué a aquí, por primera vez, fue a Hamburg y me sorprendía cómo la segunda ciudad más grande de Alemania podía ser tan silenciosa, siendo que cada vez que en mi memoria rebusco cómo suena por ejemplo la Ciudad de México, puedo reproducir todos y cada uno de los ruidos que pueden escucharse durante un paseo por cualquiera de sus avenidas más céntricas, desde los silbatos de los tránsitos hasta los gritos de los vendedores ambulantes. Y de Hamburgo, no recuerdo ni un sonido mas que la voz del metro.

Injustamente muchos amigos alemanes me dicen que para qué quiero ir a México, si está peligrosísimo, especialmente mi querido Monterrey. Sí, es cierto, se ha vuelto un país sangriento, pero tampoco es imposible vivirlo y gozarlo, es una mentira, una exageración que crea la distancia, y, sobre todo, que no importa qué, yo seguiré regresando, aunque ese regreso sea solo simbólico y su concretización tome años o no suceda jamás. Lo que pasa es que ellos nunca se han alejado de sus casas más allá de la Unión Europea con un vuelo de GermanWings o EasyJet. Casi nadie de ellos sabe lo que es irse a emprender algo nuevo a otra parte, sin fecha de regreso definida.

martes, septiembre 20, 2011

A Monterrey con cariño, en su cumpleaños 415.

Durante todo el día de ayer estuve fuera de casa, recorriendo varios puntos de la ciudad, entre ellos mi favorito centro, y la zona sur. Caminé por la avenida Juárez en búsqueda de objetos curiosos y llamativos, visualmente ricos o bizarros para comprar: los transeúntes venían, sin excepción, riéndose de algo; hubiera querido saber qué incitaba su risa entre el olor de los elotes, el chile y el carbón. El sol brillaba con intensidad, sin hacer realmente demasiado calor (ya empezó el otoño). Encontré una tienda de ropa de moda pandilleril, o moda chola, estética chicana, fronteriza, pocha, pachuca, hiphopera, como la quieran llamar. Hablé con los dueños, unos cholos auténticos, me decían que su tienda existía desde hace 10 años, desde que estaban en el mercado popular abajo del Puente del Papa, desaparecido con el Huracán Alex en 2010. Abundan ahora en estos rumbos tiendas con camisetas, gorras, patinetas, accesorios para los chavos que bajan de la colonia Independencia a caminar por aquí, son muchos, son extremadamente jóvenes y contrario a lo que puedan creer, no son agresivos. No conmigo, espectador notoriamente ajeno a su mundo.

Más adelante encontré una tienda de memorabilia futbolera, pósters artesanales de futbolistas locales, calcomanías hechas en la iconografía imaginaria de los propios fanáticos, futbolistas heroizados en poses de guerreros, caligrafías azotadas llamando sus nombres, porteros como guardianes de Troya, imágenes de ejércitos enteros. Olía a goma, a acrílico, así como el estudio de uñas, jovencitas en sandalias rosas, blusas cortas apretadas, sonrientes, escuchando fuerte música pop en la enorme radio de donde salía vociferante y entusiasmada la voz del locutor. Como si en México nada pasara, me alegraban el aroma del piso recién fregado, los muros blancos con pósters de William Levy, y el siseo de los enormes ventiladores dispersando el aroma de la acetona y el perfume. Las decenas de colores de uñas eran una explosión visual enceguecedora, soñé con ellas anoche, bromeé con su recuerdo hace un instante, pienso ahora en su textura.

Esa misma tarde fui con una amiga a merendar a una cafetería del sur de la ciudad: había un grupo de señoras festejando un cumpleaños, le cantaron las mañanitas, todas sonreían, todas tenían mucho cariño irradiendo en sus caras, y aplaudieron. Había también una mesa de hombres mayores, todos bebían cocacola zero (diabetes, seguramente, la enfermedad más común del país), y ellos que podrían ser como mi padre miraban con mucha tranquilidad, también reían, así como esa niña con el uniforme todavía puesto, tan hermosa y blanca, a quien sus abuelos llevaban a comerse un pedazo de pastel.

Mi amiga y yo hablamos durante 3 horas, de todos y de todo lo que nos alcanzó durante ese tiempo, me tomé una foto con ella, luego de pensar que después de 13 años de conocernos nunca nos habíamos fotografiado juntos. Tengo la impresión de que hacia el final, cuando me llevó a mi casa, quería decirme algo más, pero algo la contuvo, no sé qué.

Las avenidas, ya a las 10:00 de la noche, lucían un poco solas, pero como siempre, a lo lejos escuchaba silbatos de árbitros, carcajadas, crepitar de carbón, algunos cláxones, y naturalmente a la noche misma.

Felicidades, Monterrey, único verdadero hogar.

sábado, septiembre 17, 2011

Monterrey en tiempos del narco


Nota: originalmente pensaba publicar este post, que trabajé durante días, el día del aniversario de la ciudad, pero he decidido adelantarlo.

I. Mi Monterrey

2o de septiembre de 1596 es la fecha de la fundación de Monterrey, en la que un grupo de peninsulares, entre ellos varios judíos conversos, esclavos africanos y tlaxcaltecas pusieron fin a una larga serie de intentos de fundar aquí una ciudad, pues antes había habido varias incursiones fracasadas que habían intentado establecerse en este territorio, repelidos por las tribus indígenas que aquí habitaban, nada dóciles ni receptivas a la civilización europea.

Tuvieron que pasar varios siglos para que yo llegara a abrir los ojos por primera vez en esta ciudad, para ese día en que me ahogué de oxígeno llorando a gritos, en la Clínica Maternidad Conchita, donde han nacido y nacen aún una gran parte de los regiomontanos. Crecí en el seno de una familia de clase media, alimentada por la industria local, me eduqué en colegios privados católicos, tradicionales pero sin ser reaccionarios, aquí se alimentaron mis vicios y mis virtudes, aquí me bauticé, aquí encontré mi vocación, aquí también se enroncó mi voz. En Monterrey estudié, trabajé, me hice adulto.

Siempre que vengo a esta ciudad es como entrar en un balde de agua fría en el que partes de mi personalidad despiertan nuevamente, y mis ideas fluyen como nunca, mi cabeza piensa en otra perspectiva y mis ojos ven de nuevo una luz que estaba ciega. Monterrey, así como todo México, está siempre repleto de un brillo que deslumbra y te devuelve a la existencia.

Venir a Monterrey siempre se trataba de reencontrarse con una ciudad llenísima de vida, de gente joven, con muchísimas ganas de hacer las cosas bien. Músicos, artistas, estudiantes, escritores, ingenieros, juristas, médicos. Una ciudad llena de gente preparada, con una clase media enorme, con relativamente poca pobreza --aquí jamás verán las hordas de pedigüeños que por desgracia hay en otras ciudades del país--, un clima de la chingada y hasta hace apenas unos años, una ciudad bastante segura y divertida, donde no faltaba el trabajo bueno y bien pagado.

Quién que no haya vivido ese Monterrey hiper-ventilado desde finales de los años noventa hasta finales de la década de 2000 no recuerda la cara de esa ciudad que todos amamos: conciertos de bandas famosas, nacionales e internacionales; decenas de tocadas de grupos locales, resultado de la vivísima y creativa escena musical regiomontana, rockera y hiphopera, principalmente, que ha marcado toda una época de la cultura pop mexicana; quién no recuerda la gran cantidad de clubes y ciclos de cine que había, la cabronsísima vida nocturna en la que podías empezar en un café-terraza como la bellísima Casa Amarilla, pasar por algún antro alternativón como Kokoloko, UMA, Ibex o Café Iguanas, y terminar en la madrugada borracho en el Sabino Gordo, y almorzar en la hiper-madrugada en el Palax, el AL's, el Café Brasil. Si eras de una onda más pop y fresa, había decenas de sitios para tí; si eras de la onda grupera, podrías hasta irte a montar un toro mecánico entre putas disfrazadas de vaqueras; si eras de la onda gay, puff, ni qué decir, la oferta era inmensamente infinita, desde cafés, bares, clubes con jotas fresísimas hasta lugares de traileros, lesbianas de terror y vestidas navajeadas a donde todos íbamos a caer a las 9 de la mañana del día siguiente.

En ese Monterrey había extranjeros por todos lados, estudiantes de intercambio, particularmente, inversionistas; aparte de los ya típicos grupos de gringos, cuántos franceses, alemanes, canadienses, japoneses y chinos etc. se pasaban temporadas cortas y largas por aquí, e incluso cuántos de ellos no decidieron asentarse definitivamente aquí y hacer sus vidas, como tantos alemanes y franceses que conocí.

Pero ahora Monterrey está herido de gravedad, entregado a la muerte, punta del iceberg de lo que pasa en todo el país. La maldad, la maldad más brutal y ciega camina por las calles, se esconde, sorprende en el momento menos esperado. Esas noches de antaño son ahora duelos de silencio, residuos de sangre, asaltos masivos, balaceras que sorprenden esporádicas, horror de horrores nunca vistos jamás aquí por nadie.

II. De virtudes y defectos

México es un país lo suficientemente grande y diverso como para tener escondido, dentro de sí, a muchos méxicos que ni toda la fuerza de Telerrisa ni todo el vasconcelismo más anticuado y vetusto podrán uniformar. Monterrey tiene su propio carácter dentro del total de la mexicanidad. A la gente de Monterrey se le acusa de muchas cosas: de bárbaros, de agringados, de codos. Todas esas acusaciones tienen una dosis de razón. Pero son ciertas también de la gente de Monterrey muchas virtudes que tienen un tamaño de verdad: los regios son gente directa, te dirá las cosas tal cual son, sí o no, muy bien delimitado; aunque claro, a veces te lo dará a entender, pues no deja de ser, después de todo, como el resto de los mexicanos y no le gusta ofender, así como no le gusta la labia ni la gente labiosa. Aquí, prometer algo que no puedes cumplir es una estupidez. El regio suele o solía ser bastante cuidadoso con su dinero --aunque esta virtud con la bonanza de años últimos se ha perdido en mucha gente--, y el gandallismo aquí se ve tan mal que puede ser motivo para perder una amistad. Al regio le choca la parafernalia innecesaria; la tendencia es a pensar de una manera práctica. Incluso muchos trámites burocráticos aquí son tan eficientes y fluidos, que cuando llegué a Alemania su burocracia me parecía torpe y enfadosa. El regio se identifica solo por nostalgia turística con ese pasado del México monumental, de pirámides e iglesias soberbias: aquí, antes de 1900, no había gran cosa ni jamás se consolidó una estructura colonial a la manera de Oaxaca, Puebla o Guanajuato. En Monterrey se puede tener la sensación de estar en un punto cero de la historia en el que lo que cuenta es mirar hacia adelante, no hacia atrás, simplemente porque ese pasado de haciendas, iglesias y pirámides quedaba demasiado lejos en la misma escabrosa geografía que nos tuvo aislados durante siglos. Si en otras partes de Latinoamérica hay gente que está acomplejada por el trauma de la Conquista, al regiomontano le vale madre porque ya se le olvidó, además de que los imperios azteca y maya le quedan psicológica- y epistemológicamente demasiado lejos. El "no se puede" aquí no existe: un taxista, aunque no se sepa la dirección a donde va, te lleva; un taquero, si ya no tiene tortillas, peina cielo y mar antes que decirte que ya no te vende. Si el gobierno no hace algo, los grupos locales no se dejan esperar: no es por nada que la élite industrial no se esperó a que el Gobierno estatal o federal abrieran aquí un sucursal del Politécnico Nacional que fundó Lázaro Cárdenas, adelantándose Eugenio Garza Sada al fundar el Tecnológico de Monterrey.

¿Quién es un regiomontano? Un regiomontano pudo haber nacido en Monterrey de una familia asentada en la región durante siglos. Pero un regiomontano es igual un sinaloense, un yucateco o un tamaulipeco que vinieron primero a estudiar y luego se quedaron. Regiomontanos pueden ser un grupo de obreros de San Luis Potosí que migraron con sus familias en los años setenta. O una familia de indígenas zapotecas que llegaron desde Oaxaca, de donde trajeron ademas de sus lenguas, sus modos de organización social. Puede ser una familia descendiente de chihuahueños cuyo ancestro decidió venir a trabajar a la Fundidora. Regiomontana es también una familia de la Ciudad de México que, tras haber perdido todo en el temblor de 1985 o atemorizada durante la ola de hiperviolencia de la década de los 90s sufrida en la capital, decidió probar suerte acá, habiéndola encontrado. También puede ser un francés o un alemán que vino a México y conoció a una mexicana, y se quedó, una familia de chinos que esperaba cruzar a EEUU, pero resulta que aquí le fue muy bien con su negocio y echó raíz. Un académico argentino llegado después de la depresión de 2001, una arquitecta y su esposo que llegaron desde Buenos Aires en la época de las Juntas Militares, un futbolista brasileño retirado y convertido en empresario local, una americana de Ohio o de Pennsylvania enamoradas de México y casadas con mexicanos, con hijos mexicanos; un ingeniero de software uruguayo que se casó con una regiomontana y programa desde su casa en Escobedo. El origen de nuestra identidad, como toda posmodernidad, es múltiple, de manera que todo este mosaico de personas construye nuestra ciudad, enriquece su cultura local e introduce variaciones en las mentalidades aquí vividas.

Pero los regios también tienen un lado oscuro, que alimentó sin duda la crisis que vivimos ahora: en Monterrey hay por desgracia muchísimo clasismo y materialismo, un desprecio flagrante por los pobres y por ser pobre, especialmente en el distrito adinerado de San Pedro Garza García, y temo que la reciente violencia ha arreciado todavía más esos defectos. Por otro lado, el éxito económico vivido en años pasados infló más de la cuenta el ego regiomontano, y la presión por escalar socialmente es tan monstruosa que nadie se dio cuenta cómo se empezaron a perder los valores que antes se presumían: sencillez, austeridad, honradez y dureza de carácter fueron suplidos por versiones nefastas de hedonismo, derroche, mediocridad e infamia, representados no solo a nivel individual, sino a nivel empresa (Véase el caso del grupo FEMSA). Aunque no se puede comparar con la mojigatería ridícula del Bajío o de Puebla, el regiomontano acomodado suele ser bastante homofóbico y conservador, piensa que los pobres son pobres porque quieren serlo y su capacidad de empatía es casi nula. En su racismo tan internalizado, ignora su propio pasado indígena, que aunque disminuido por el predominio criollo de siglos, está ahí: Guadalupe, N.L., por ejemplo, fue originalmente una población tlaxcalteca, y los indígenas de la región no fueron totalmente exterminados, sino que muchos de ellos se asimilaron, junto con sus culturas, en la totalidad criolla predominante; igual que el resto de los mexicanos, nuestra dieta se basa en maíz, frijol y chile (y carne asada). La clase intelectual o creativa de Monterrey estaba traumada porque nuestra ciudad no es tan bohemia como la Ciudad de México, porque no es París o Brooklyn, sin darse cuenta de que eso no tuvo absolutamente nada qué ver para que se desarrollara, por ejemplo, toda una escena musical independientemente de carecer de todo el esnobismo y sofistificación (se dio cuenta, por desgracia, demasiado tarde, ahora mismo que sus centros de reunión están perdidos). Los regios suelen ser bastante individualistas, indiferentes a una cultura cívica, aunque con los acontecimientos recientes puedo notar que mucho de esto comienza a cambiar y despierta poco a poco una conciencia de comunidad más arraigada.

Sierra Madre Oriental

III. Dónde estamos y a dónde vamos

Sin duda, de gran parte de ese lado negativo, germinaron muchos de nuestros males actuales: el resentimiento y la segregación social han empujado a muchos jóvenes sin oportunidades a enfilarse en las bandas de narcotraficantes; olvidados del progreso, confinados en ghettos mientras el resto de la economía local bullía y el Estado gastaba poco o nada en lo social, la influencia de los Zetas, las Maras y otras mafias empezó a enraizar en las colonias populares. Por otro lado, entre las clases media y alta, la seducción del dinero fácil y abundante encontró inspiración en el narcotráfico, y la clase política, de por sí históricamente corrupta, se abarató y perdió todas sus figuras de liderazgo, supliéndolas por políticos de risa como Rodrigo Medina, hombres sin carisma, sin liderazgo ni ideas a los que solo les han temblado los testículos ante el problema actual.

Lo que pasa en Monterrey, y lo que ha venido pasando en Ciudad Juárez y Tijuana durante décadas, es por desgracia solo la punta del iceberg de lo que pasa en el resto del país. Cuando pienso en nuestro vecino Tamaulipas, por ejemplo, me lleno de horror. Y es que en Tamaulipas se respira otro ambiente, muchísimo peor al que vivimos en Monterrey: no solo la anarquía y el dominio de los cárteles es mucho más descarado y violento, sino que Tamaulipas es un nido fecundísimo para la hiedra del narcotráfico que vino solamente a hospedarse en un sistema que ya estaba concebido para la mafia. Nuestro querido vecino Estado ha sido históricamente un feudo del PRI, donde la oposición política es totalmente invisible y la prensa no tiene absolutamente ningún poder. No hay, ni por asomo, una comunidad de intelectuales y académicos en el seno de academias de prestigio. Es también un feudo del sindicato de PEMEX, presa del SNTE, un estado burócrata y agrícola en manos de estructuras de poder irrevocables, incuestionables, de las que los ciudadanos viven tal cual siervos como en los feudos de la Edad Media: en Ciudad Victoria, por ejemplo, lo común es esperar un hueso en la administración presente o por venir, buscar la "plaza", heredar las "horas" en la secundaria tal o cual sin trabajar ni tener la mínima preparación. Quien no puede integrarse a ese sistema de corrupción, tiene pocas opciones en el escaso sector privado local, en el ejercicio de profesiones libres o definitivamente tiene que irse. En mi familia, de origen tamaulipeco, los únicos no burócratas son los que viven fuera de ahí, en la Ciudad de México, Querétaro, Monterrey o EEUU. Tamaulipas es, en pocas palabras, una sociedad ya mafiosa, en la cual las mismas mafias del narcotráfico solo tomaron las estructuras de poder vertical que ya estaban ahí. El narco vino solo a desplazar al PRI, a PEMEX, al SNTE, y ahora parece dominarlo todo a un grado tal que incluso a la misma Universidad Autónoma se le hace un cobro de piso. Si eso es en Tamaulipas, una entidad bastante desarrollada, no quiero imaginar lo que sucede en Chihuahua, en Durango, en Michoacán, en Guerrero.

Quizás precisamente porque la sociedad regiomontana no funciona como la victorense, es que tengo esperanza de una recuperación más rápida; otro punto a favor es la honda raigambre que tiene la gente en esta ciudad, que no puede compararse con la de Ciudad Juárez, una metrópoli relativamente nueva que está siendo abandonada por sus habitantes, con pocas o ningunas raíces ahí, a una enorme velocidad. Además, la gran cantidad de intereses económicos en la región de Monterrey, nacionales y extranjeros, y la fortaleza y tradición de sus universidades son un ancla de peso que costó mucho trabajo construir y que no pueden ni deben perderse por el bien de la ciudad y de este ensombrecido país. Muchos se han ido --sobre todo gente que ha sido secuestrada, amenazada de muerte y tiene las posibilidades económicas para volver a empezar en el extranjero--, pero más del 90% no planea moverse de aquí: ¿por qué chingados tenemos que dejar nuestra casa? Quiero pensar que lo mismo pasará no solo en Monterrey, sino en todo, absolutamente todo mi país. Porque no es cierto, señores, los regios no nos creemos gringos; Estados Unidos solo nos gustaba para ir de shopping (cosa ya muy difícil, porque las autopistas son escenarios de batalla de los cárteles). Estamos en México, y de aquí somos.









lunes, septiembre 12, 2011

El sufrimiento de comer

Mi gente, ay mi gente, se queja a veces de mí, me creen anoréxico, bulímico, candidato a suplir a Anahí en RBD, porque saben que siempre o casi siempre he estado obsesionado con comer bien. Pero mi obsesión en la bondad y calidad de la comida no radica en si lo que como engorda o no, sino en que tenga buen sabor, sea saludable tanto al corto como al largo plazo para mi cuerpo y mi mente, me proporcione placer sin joder mi frágil estómago, y últimamente trato de fijarme -sin caer en obsesiones veganas- de que el origen del alimento sea noble, es decir, que no hayan rapiñado medio Madagascar para traerme pescado fresco.

Los que me conocen de años, saben que he tenido épocas de haber estado bien marrano (como cuando me gradué, venía saliendo de una terapia de 12 meses de anti-depresivos cuyo efecto colateral era subir de peso, no me vine a dar cuenta hasta que terminé la terapia, jajajaj), y como estar pasadísimo de peso no siempre es divertido, desde entonces he tratado de mantenerme al menos a niveles aceptables, más cuando en mi familia --nada más ni nada menos que en línea masculina-- hay una tendencia mortal hacia la diabetes.

Cuidar así lo que uno come, en un país del lejano norte, no es difícil, pues todo sabe casi a lo mismo, y el mayor peligro es nada más la cerveza y los miles de panes. Eso hace que vivir lejos de México sea una tristeza culinaria, pero volver a la patria querida --aunque sea solo a vacacionar--, me confronta con sabores intensos no probados durante meses, pero siempre con un terrible castigo colateral: la semana pasada, por ejemplo, luego de una larga noche de copas, le entré a unos chilaquiles de pollo ultrapicosos, en salsa roja, con respectivos frijoles negros refritos que sabían a toda la dinastía apolínea desnuda bajo el sol. Horas más tarde, fui invitado a una carne asada, con respectivo queso fundido y guacamole, trozos de carne voraces, tortillas voraces, apetito voraz y limonada incluida, también voraz.

No quiero relatarles a detalle cómo terminé, pero cuando venía de regreso a mi casa, casi chocaba, pues sentía dentro de mí un alien desgarrándome el pecho, y casi casi, tragarme a mí mismo, hundirme en un mareo de lodo llámese así a la náusea para finalmente hacerme casi chocar. Bendito país, con farmacias abiertas 24/7, que en Germania ya hubiera tenido que ir a la clínica universitaria de emergencias y esperar ocho siglos a que me atendieran mi gastritis entre gordas apocalípticas que no pueden respirar a las 3 a.m. y turcos recién navajeados, y buscar durante horas la farmacia que estuviera abierta de turno y pagar 10% más.

Vaya manera que tiene México de reclamarme la distancia.

Este soy yo el sábado pasado