miércoles, diciembre 28, 2011

Sobreviviendo a la Navidad

Qué podría haber peor que tener que cruzar la Navidad atado a obligaciones y convenciones que, aceptémoslo, no le gustan a nadie más que a los monitos sonrientes de la publicidad de tiendas departamentales. Qué horror ser adolescente o niño y ser literalmente arrastrado bajo amenazas a visitas con las que hay que cumplir porque son un compromiso de tus padres, a parentescos que hay que sufrir tras reconocer las desviaciones genéticas del árbol familiar, por ejemplo tíos de noveno grado con aliento alcohólico a los que sus hijas bizarras y llenas de lunares velludos tienen que despertar de su neblina alcohólica aclarándoles que el sujeto que los saluda "ES EL MÁS CHIQUIIIITO DE TU SOBRINOOOOO (inserte aquí cualquier nombre en un diminituvo ridículo)". ¿Les parece conocida dicha escena? Seguro que sí, así como seguramente les sonarán familiares las cargas largas ante las que no te queda otra opción más que sonreír o llorar o escupir, los malos (re)sentimientos que brotan tras siglos y demás histerias como niños cagantes arrojando su regalo por la ventana porque no era el último juego Wii de 30o dólares que querían.

Navidad no tiene qué ser un tormento. Para mí dejó de serlo desde el momento en que unirme a mi familia (cercana o extendida) en dichas fechas se convirtió en una opción, y no en una obligación. Llega la edad en la que uno tiene el poder suficiente como para decir ahí-se-ven-putos, o simplemente tomar un avión y unirse al lío por mero deporte y amor a tragar, embriagarse y hacer bromas pesadas con miembros de tu familia a los que quieres auténticamente y a los que tienes ganas de ver y con los que tienes ganas de estar. Qué bonita es la libre elección de juntarte con quien realmente quieres pasar el rato (ya sea por cariño, por amistad, por solidaridad moral) y no por obligación (?) con gente loca y cristiana que solo discute entre sí y lo único que hará es señalar el pasaje bíblico correspondiente y luego servirte la cena tras haberse metido los dedos por la nariz. No me explico realmente por qué estas fechas sacan a veces lo peor de la gente; no es que nos odiemos, es que quizás no deberíamos obligarnos a reunirnos si sabemos que nada bueno saldrá de ello.

Muchos me han preguntado que qué se siente pasar la Navidad tan lejos de casa: para empezar, pasan desaparecibidos los adornitos, los regalitos, y los muchos -itos que se les puedan ocurrir. Acá en las universidades se suele trabajar hasta el merísimo día 23, y el semestre todavía no está concluido así que en enero habrá una continuación y no un restart. Este año lo pasé en Berlín en compañía de dos personas queridas por mí, todos nosotros imposibilitados por diversas razones de irnos demasiado lejos. Hicimos juntos las compras, prepararon (ellos, yo no) la comida, levitábamos en respectivas habitaciones poniendo música o videos, nos echábamos a huevonear leyendo o chateando, volvíamos a estar juntos para comer, para beber y charlar, intercambiamos algunos regalitos. Transcurrimos juntos los pesados y largos días mortíferos del 25 y 26 de diciembre donde prácticamente todo está cerrado y paralizado. Aprovechamos para ver viejos amigos. Dimos largas caminatas en las calles vacías de la ciudad. Y finalmente terminó todo. Ahora, hasta el próximo diciembre, para el cual por fortuna falta mucho.

Cosas buenas que tiene la Navidad en esta república de la virtud y el orden (y con las que me tengo que consolar ante la ausencia de las de aquel otro país de donde vengo)

glühwein (el famoso vino caliente)
lebkuchen (que son como unas galletas redondas con jengibre y clavo)
plätzchen (las galletitas que te invitará a hornear alguna amiga cursilienta que todavía no se acuerda de que ya le llegó la menstruación hace como 10 años)
pierna de ganso con col roja (¡un favorito personal!)
Christstollen (que es una especie de fruit-cake y a veces tiene la gracia de estar relleno con mazapán ^^)

Dentro de todo, espero la hayan pasado muy bien.

p.s. Sé que mis vibraciones ácidas a lo mejor les calarán a algunos de mis parientes si las leen. Tendrán razón si piensan que soy un cabrón y un loco. Sé que la distancia te hace apreciar más a las personas. Sé también que quizás algún día lamente no haber estado más cerca, el día que empecemos a morir, envejecer, enfermarnos. A mis tíos, primos y demás con los que he tenido diferencias les digo: los quiero, a pesar de todo. Si algo malo les pasara me dolería. Siempre desearé para ustedes lo mejor, aunque no siempre nos entendamos.

domingo, diciembre 25, 2011

Feliz Navidad



Al viejo estilo de Cocteau Twins

lunes, diciembre 19, 2011

El que a hierro mata



Definitivamente la Tesoro había vaticinado desde hace siglos la guerra contra el narco!!

domingo, diciembre 18, 2011

Más de lo que puedes leer

Tengo que ser realista: entre las ocupaciones fijas, el entretenimiento con los amigos, las obligaciones de la casa, ya no puedo dedicarme a leer tanto como solía hacerlo en mis épocas de estudiante universitario en las que solía aventarme varios libros por semana. Tengo muchos intereses, no solo la literatura (que es no solo mi hobbie, sino mi profesión). Sin embargo me siguen encantando mis libros, los amo, y mi colección es voluptuosa, tanto allá como acá. Como todo mundo, tengo libros que nunca he leído completos, otros que he leído varias y repetidas veces, otros tanto que hojeo al azar (como los de fotografías o poesía) según mi estado de ánimo. Llegué a Alemania con 15 libros básicos, que con el tiempo se han convertido en varias decenas que ya sofocan este su congal.

En Colonia tenemos varias librerías chingonas, y el jueves antepasado visité por primera vez la que oficialmente he declarado como mi librería favorita de la ciudad: se trata de la Lengfeld'sche Buchhandlung, a escasas cuadras de la catedral y de los estudios de la WDR. La descubrí un domingo de esos que me salgo a caminar a lo baboso para quitarme el tedio de los tiempos que corren. Ví que habían dedicado a este mes (tienen escritor del mes) al exquisito Uwe Johnson, un autor de la DDR que huyó a Berlín en los años sesenta y de los primeros en señalar el drama de la división de las dos Alemanias. Su novela más significativa, para mí, es Mutmassungen über Jakob (Suposiciones sobre Jakob). Pensé que si una librería le dedicaba el mes a este sujeto, debería ser un buen lugar.


Así que volví días después: estaba su dueña, una anciana milimétrica a la vez tiranosáurica de nombre Hannelore. Lo sé porque conversaba con una amiga suya, sentada en un sofá: hablaban de su declaración de impuestos y de los avatares del servicio médico para terminar discutiendo sobre la limpieza editorial de la traducción más nueva de Crimen y castigo al alemán. Yo las escuchaba mientras veía los libreros, expresándose en un alemán nítido, precioso, elegante y cultísimo. De fondo tenían una música indescifrable, que no era jazz, ni clásico, ni nada de eso: era algo más, como una sinfonía de todas las estaciones del año, una sinfonía de cielos y tierras o de todos los siglos y de todas las luces. Hojeaba libros de poesía hasta que Hannelore se puso de pie y me preguntó si buscaba algo en especial, y le pedí algo de Oskar Pastior. Buscó sin hallarlo y dijo "En realidad, siempre hay algo de él por aquí... pero ahora no tengo nada." Me encantó que no me molestara con un "¿Quiere ordenar una copia?", demostrándome que la cuestión mercadotécnica quedaba en segundo lugar.

La poesía completa del reciente Nobel, Tomas Tranströmer, traducida al alemán

Por todas partes había retratos de autores, sobre todo alemanes, Kafka por aquí, Herta Müller por allá, y otras tantas caras que no reconocía. Me daba la impresión de que la mujer los conocía o había conocido personalmente a todos. Al fondo de la tienda, había un pequeño estudio con micrófonos y asuntos varios: supe entonces que ahí se habían hecho grabaciones de audiolibros y de autores que habían recitado la propia obra. Supe que se habían grabado ahí también todos los tomos de En busca del tiempo perdido. No tuve más palabras.

domingo, diciembre 11, 2011

De cómo salí del hoyo un domingo

En una época tuve un blog que actualizaba tan frecuentemente, como muchos de ustedes sabrán, quizás movido por la idea de que tenía mucho qué decir o mucho qué fantasear. Ahora no estoy seguro de tener tanto qué decir (aunque fantasías locas tengo a diario y por minuto), y tengo la terrible sensación de que se están secando adentro de mí tantas cosas sin siquiera llegar a cobrar vida. ¿Será el puto invierno --el frío me vale madre, lo que me pudre es la oscuridad--?, ¿será simplemente que es domingo?, ¿será que estoy cada día más fastidiado de la rutina y necesito vacaciones?, ¿será que me hace falta el para mí esencial elemento y esencia de mi vida es decir, mis amigos, desde que me he mudado a Colonia (aquí es donde a veces me arrepiento de haberme mudado)?

Me siento demasiado atrapado en la vida académica a un grado insoportable. No puedo tomar un libro y leerlo en calma y no pensar, oh, esto podría dárselo a los putos alumnos para X o Y cosa o bien si me servirá o no para mi asquerosa tesis; no puedo escribir algo en mi propio idioma sin pensar, ¿y esto cómo lo traducirías?; no puedo hacer nada: me siento metido en un pinche frasco de cristal donde hace un chingo de frío y donde lo único que me marca es todo lo que concierne a la universitario.

¿A lo mejor estoy exigiendo demasiado?, ¿debería dejar de tener tan altas expectativas de mí mismo y simplemente vivir y ya está, sin esperar a que llegue un UFO y me secuestre a la chingada?

Tenía cerca de 10 días de no ir al gimnasio, por exceso de trabajo y también exceso de hueva y eventos propios de la época navideña. Esta tarde por fin me amarré los huevos y una vez ahí, miraba por la ventada de los vestidores de semejante putisitio: era un panorama bizarro, como todos los de estas espantosas ciudades de posguerra; los techos de las casas del centro, todas ellas horrendísimas y echas en serie, apestosos monstruos de hormigón que son el 80% de las edificaciones de prácticamente todo el país y sobre todo de esta región, a la que los Aliados se encargaron de volver a la edad de piedra en cuestión de meses allá en los prehistóricos años cuarenta.

En eso estaba, repasando el paisaje, cuando noté que entre el caserío tan sinembargo se asomaban los techos de una iglesia románica, y sus torres cuadrangulares. Con sus formas antiguas sentía que me hacía ojitos, sus gestos remotos de pasado le daban una nota de belleza al paisaje. Se trataba de la iglesia cristiana más antigua de Colonia, del siglo X, San Gereón o Sankt Gereon, dedicada a uno de los santos patronos de Colonia. Sus torres eran perfectas, color café, muy bien restauradas sobresalían del gris hormigón.

Me parecían hermosísimas y no dejaba de mirarlas mientras me vestía para salir al exterior nuevamente. En esos momentos, comenzaba a anochecer, y mis últimos instantes de contemplación coincidieron casualmente con los últimos minutos de luz.

Me sentí mejor, mucho mejor, tanto que cuando llegué a casa, me volvió el apetito y me dispuse a hacer la comida / cena en mi ritual dantesco, con algo de música, la ventana abierta para darle la bienvenida al frío, un vasito de vino blanco. Salé los trozos de gulasch de res (algo así como carne picada, para que se imaginen cómo se ve en las carnicerías de la Conasupo alemana misrreinasadoradas), trocé la cebolla en pequeñísimas partes, así como 250 gramos de enormes, blancos champiñones recién lavados para quitarles su consistencia terrosa y todo recuerdo a su polvosa filiación gusanal. En algo de margarina vegetal cocí la carne, el aroma era exquisito, y luego que estuvo cocida, retiré la carne hacia otro recipiente y en el jugo que restaba rehogué champiñones y cebolla. Mi nariz estaba inquietísima por lo que mi lengua deseaba, y luego de un rato eché 1/8 de vino blanco de la región colindante con el Rhin de la provincia de Hesse (suena muy acá nice, pero créanme que no, papacitos, costó solamente 1,80 la botella en el supermercado de descuento). El alcoholito mezclado con aquello creó un perfume voraz en el aire que amenazaba con provocarme una alucinación inmediata. Finalmente puse crema ácida para darle consistencia, y añadí los trozos de carne previamente cocinados y se hizo la gloria. Paralelamente, cocí spätzle (un tipo de pasta típica del sur) y les dí un toque de mantequilla cuando terminé. Por otro lado, la ensalada verde y fresca esperaba en un tazón, y me sentí un pequeño fauno recién escapado de la muerte mientras comía despacio y disfruté aquella cosa deliciosa con tanta gloria y autosatisfacción de saber que había salido de mis manos antes incapaces de cocinar nada. Aquello hubiera sido perfecto de tener compañía, pero bueno, no todo puede ser perfecto.




lunes, diciembre 05, 2011

La noble y muy leal ciudad de Bonn

No hay ciudad más insignificante quizás, ni más silenciosa ni más aburrida ni más decimonónica que Bonn. Eso es esa ciudad: un enorme trozo del siglo XIX, un vestigio medieval antiquísimo (la catedral) y otro del siglo XVIII (la Uni), así como unas gotas de la década de la Bonner Republik, los años setenta y su espantosa arquitectura. Llegué a ella desde Monterrey, de 3.5 millones de habitantes, de ese glorioso Monterrey de mediados de los años cero, reventado de locura como solía ser, así que se imaginarán lo aburrido que fue al principio para mí mudarme a la ex-capital de la República Federal, que pasó sin gran pena ni gloria por los anales de la historia alemana, que nunca fue capital sino provisorischer Regierungssitz (sede provisional de gobierno), pero que conserva aún el orgullo de haberlo sido aunque de ahí jamás pasó y para ser honestos la inmensa mayoría de los jóvenes alemanes con los que he hablado --hablo de gente menor a 22 años-- apenas y recuerdan que existe y ni mucho menos ha estado ahí jamás. Los primeros meses detesté la ciudad: aburrida, sosa, burguesa, lenta, silenciosa, extremadamente ordenada. Su vecina norteña, Colonia, mucho más caótica, sucia, proletaria, guarra, prostituta, siempre me atrajo más, pero por algo fue que me mantuve en Bonn tanto tiempo. Y quizás aquí la razón:

Tuvieron que pasar muchos meses y muchas cosas para que mi impresión de Bonn cambiara. Amé sus casonas viejas con pasión, al grado que tengo una colección de fotos de varias fachadas, detalles arquitectónicos, azoteas y estatuillas. Viví, de hecho, siempre en casas construidas alrededor de 1900, por mera casualidad o porque me perseguían quizás. Primero en la así llamada Südstadt, luego en el suburbio de Beuel. Ambos lados del Rhin habité, y todas sus colinas aledañas exploré a pie y en bicicleta. Me sé sus bosques casi de memoria, sus inmensos parques, porque estoy seguro no hay ciudad más verde que esa (si acaso los parques llenos de ratas de Berlín). Bonn es la única ciudad de Alemania en la que he estado en la que hay tantos pero tantos Platanen (desconozco qué árbol es este en español, pero se parecen a los eucaliptos) que en otoño sueltan un aroma exquisito a caramelo que siempre que lo huelo pienso inevitablemente en mi vieja casa en la Südstadt y en el primer invierno que pasé ahí: cuando 5 grados me mataban de frío. Conozco cada uno de los bares de la ciudad vieja o Altstadt, desde el bar rockero hasta el bar irlandés, pasando por el de viejos y el de jotos, aunque para ser sinceros, tampoco son muchos los bares. Sé dónde se compra el mejor pan, y depende de qué tipo de pan (¿con chocolate? la Schell de la plaza Bertha-von-Suttner, ¿el de centeno? La Zimmermann, ¿los pasteles? En la cafetería de viejas de la Kaiserstr. o con la vieja amargada de la Alstadt).

Bonn fue una flor que maduró lentamente dentro de mí. De repente estaba en todas partes el calor abrigante de una de sus pequeñas librerías, BuchLaden 46, premiada como la librería del año en la Feria de Frankfurt en 2010. De repente estaban por todos lados esas tardes de viernes de verano caminando por el centro tomando cerveza en terrazas y comiendo pastas frescas. De pronto estaban por todos lados amigos entrañables que por fin me integraron en la sociedad alemana y me acompañaron en cada penoso invierno.

Conozco de Bonn --o Bonna Castelis, como la llamaron los romanos-- las iglesias viejas, desde las capillas medievales en la Nordstadt hasta las Spätromantik de la zona sur, y hasta el residuo de una "tienda de artículos coloniales", de finales del siglo XIX, que muy apenas logra conservar su antiquísimo letrero donde se puede leer KOLONIALWAREN. Dónde está el mejor kebap, lo sé, dónde comer la mejor comida española, también lo sé, el frutero de más confianza del mercado, la tienda de segunda mano, el mejor sitio para sentarse a leer al aire libre sin ser molestado.

Mucha gente rara se cruzó por mi camino. El anciano loco que pasaba a las 3 de la mañana gritando que él había sido el único que había estado en la cárcel por robar una bicicleta. Los gritos de los adolescentes turcos borrachos, maldiciendo en dos o tres idiomas, sabrá Dios. El señor ya mayor que quiere pintar a todos en los bares y cafés a "3 euros por persona", que por cierto vi hace no mucho sentado en el segundo piso del viejo restaurante Bonner Brasserie, en el centro, tomando un café a solas, con una cara tan triste y larga que me dieron ganas de abrazarlo y decirle, oh, querido Alle-Mal-Malen-Mann, ¡cuánto te queremos todos los que hemos vivido en Bonn!

He caminado por Bonn --que proviene de "lugar", en celta antiguo-- en absoluto estado de ebriedad y/o de pachequez con botellas de vino en mano, y no precisamente en carnaval ni con desconocidos, sino con amigos y conocidos y colegas de alcoholismo. Me han corrido de lugares por borracho y escandaloso. Me he peleado con meseras pendejas, dueños mamones de restaurantes. Me he ganado la amistad de expendedoras de pan, de los dueños de un café, del dueño de la librería mencionada líneas arriba, de la adorable y cabronsísima rockera hija de una migrante española que me cortó el cabello durante años hasta que se regresó a Bavaria. Sé dónde vivieron antiguos funcionarios nazis, qué clase de dementes han pasado por esa vieja universidad --por la que también pasé yo, así como Nietzsche, Marx y la bestia de Joseph Ratzinger. Sé dónde hay ligue gay furtivo, y dónde se junta a jugar un equipo de futbol peruano-africano.

Sé, sobre todo, que mi viejo hogar habla por sí solo en las torres de una catedral del siglo XI, una pieza de arquitectura románica más antigua que la de Colonia, vieja, viejísima, intacta vieja sólida y oscura pregótica mujer de ojos largos, torre de cuento de hadas, magia pagana pura, casa de búhos y de sombras.

Volver a Bonn es volver al abrazo de mis amigos y su cariño, a ellos que me ayudaron a sentirme ahí en casa. Es volver a A, a B, a T, a M, a S, a D, a L y C, a K y a G y a R y a G y a A y muchos otros gracias a los cuales no es tan difícil volver cada año del peregrinaje a La Meca.

A todos ellos los sigo viendo por fortuna para burlarnos del mundo, para embriagarnos, drogarnos, hablar de libros, de países, de hombres y mujeres, hacernos weyes, gozar a pesar de que el sol se meta a las 4.

viernes, septiembre 30, 2011

A sort of homecoming

Volver a Alemania siempre está acompañado de sentimientos opuestos: por un lado, alegría de volver a mi privacidad y a mis amigos de acá; pero por el otro, una tristeza y una nostalgia inevitables que una vez se hicieron tan grandes e insoportables que tuve que tomar hierba de San Juan, sobre todo porque era otoño, la época más melancólica del año.

Ahora también es otoño, y aunque he aprendido a gobernar mejor mis sentimientos, cierta nostalgia es siempre inevitable. Esta mañana abrí las persianas y, como no queriendo la cosa, pasó una revolvedora de Cemex --que tiene su sede alemana por cierto muy cerca de aquí de Colonia (no es que ame a esa multinacional, la verdad es que me caga, pero el logo me recuerda Monterrey)--; la panadera observó que vengo más moreno que de costumbre --cómo no con esos soles--, desayuné con una taza de café mazatleco. No falsamente dice mi amiga G., de Mexicali, que lleva 20 años viviendo aquí: "Podrás sacar a un mexicano de México, pero nunca podrás sacar a México de un mexicano".

Cruzar de uno a otro país es transitar entre mundos opuestos: México, ustedes lo conocen cómo es, lleno de contrastes tremendos, lleno de sol y de color, sonidos de todo tipo, estimulante, en todos los sentidos posibles, erotizante y sensual. Y Alemania, de paisajes lindos pero monótonos, gente que no alza la voz casi nunca, tranquilidad y silencio que son agradables, pero que pueden llegar a perturbarte. Yo tengo que recurrir a muchos recursos para que ese silencio no penetre en mi corazón y me calle por dentro. El silencio alemán impone, tanto para lo bueno como para lo malo. De hecho, cuando llegué a aquí, por primera vez, fue a Hamburg y me sorprendía cómo la segunda ciudad más grande de Alemania podía ser tan silenciosa, siendo que cada vez que en mi memoria rebusco cómo suena por ejemplo la Ciudad de México, puedo reproducir todos y cada uno de los ruidos que pueden escucharse durante un paseo por cualquiera de sus avenidas más céntricas, desde los silbatos de los tránsitos hasta los gritos de los vendedores ambulantes. Y de Hamburgo, no recuerdo ni un sonido mas que la voz del metro.

Injustamente muchos amigos alemanes me dicen que para qué quiero ir a México, si está peligrosísimo, especialmente mi querido Monterrey. Sí, es cierto, se ha vuelto un país sangriento, pero tampoco es imposible vivirlo y gozarlo, es una mentira, una exageración que crea la distancia, y, sobre todo, que no importa qué, yo seguiré regresando, aunque ese regreso sea solo simbólico y su concretización tome años o no suceda jamás. Lo que pasa es que ellos nunca se han alejado de sus casas más allá de la Unión Europea con un vuelo de GermanWings o EasyJet. Casi nadie de ellos sabe lo que es irse a emprender algo nuevo a otra parte, sin fecha de regreso definida.

martes, septiembre 20, 2011

A Monterrey con cariño, en su cumpleaños 415.

Durante todo el día de ayer estuve fuera de casa, recorriendo varios puntos de la ciudad, entre ellos mi favorito centro, y la zona sur. Caminé por la avenida Juárez en búsqueda de objetos curiosos y llamativos, visualmente ricos o bizarros para comprar: los transeúntes venían, sin excepción, riéndose de algo; hubiera querido saber qué incitaba su risa entre el olor de los elotes, el chile y el carbón. El sol brillaba con intensidad, sin hacer realmente demasiado calor (ya empezó el otoño). Encontré una tienda de ropa de moda pandilleril, o moda chola, estética chicana, fronteriza, pocha, pachuca, hiphopera, como la quieran llamar. Hablé con los dueños, unos cholos auténticos, me decían que su tienda existía desde hace 10 años, desde que estaban en el mercado popular abajo del Puente del Papa, desaparecido con el Huracán Alex en 2010. Abundan ahora en estos rumbos tiendas con camisetas, gorras, patinetas, accesorios para los chavos que bajan de la colonia Independencia a caminar por aquí, son muchos, son extremadamente jóvenes y contrario a lo que puedan creer, no son agresivos. No conmigo, espectador notoriamente ajeno a su mundo.

Más adelante encontré una tienda de memorabilia futbolera, pósters artesanales de futbolistas locales, calcomanías hechas en la iconografía imaginaria de los propios fanáticos, futbolistas heroizados en poses de guerreros, caligrafías azotadas llamando sus nombres, porteros como guardianes de Troya, imágenes de ejércitos enteros. Olía a goma, a acrílico, así como el estudio de uñas, jovencitas en sandalias rosas, blusas cortas apretadas, sonrientes, escuchando fuerte música pop en la enorme radio de donde salía vociferante y entusiasmada la voz del locutor. Como si en México nada pasara, me alegraban el aroma del piso recién fregado, los muros blancos con pósters de William Levy, y el siseo de los enormes ventiladores dispersando el aroma de la acetona y el perfume. Las decenas de colores de uñas eran una explosión visual enceguecedora, soñé con ellas anoche, bromeé con su recuerdo hace un instante, pienso ahora en su textura.

Esa misma tarde fui con una amiga a merendar a una cafetería del sur de la ciudad: había un grupo de señoras festejando un cumpleaños, le cantaron las mañanitas, todas sonreían, todas tenían mucho cariño irradiendo en sus caras, y aplaudieron. Había también una mesa de hombres mayores, todos bebían cocacola zero (diabetes, seguramente, la enfermedad más común del país), y ellos que podrían ser como mi padre miraban con mucha tranquilidad, también reían, así como esa niña con el uniforme todavía puesto, tan hermosa y blanca, a quien sus abuelos llevaban a comerse un pedazo de pastel.

Mi amiga y yo hablamos durante 3 horas, de todos y de todo lo que nos alcanzó durante ese tiempo, me tomé una foto con ella, luego de pensar que después de 13 años de conocernos nunca nos habíamos fotografiado juntos. Tengo la impresión de que hacia el final, cuando me llevó a mi casa, quería decirme algo más, pero algo la contuvo, no sé qué.

Las avenidas, ya a las 10:00 de la noche, lucían un poco solas, pero como siempre, a lo lejos escuchaba silbatos de árbitros, carcajadas, crepitar de carbón, algunos cláxones, y naturalmente a la noche misma.

Felicidades, Monterrey, único verdadero hogar.

sábado, septiembre 17, 2011

Monterrey en tiempos del narco


Nota: originalmente pensaba publicar este post, que trabajé durante días, el día del aniversario de la ciudad, pero he decidido adelantarlo.

I. Mi Monterrey

2o de septiembre de 1596 es la fecha de la fundación de Monterrey, en la que un grupo de peninsulares, entre ellos varios judíos conversos, esclavos africanos y tlaxcaltecas pusieron fin a una larga serie de intentos de fundar aquí una ciudad, pues antes había habido varias incursiones fracasadas que habían intentado establecerse en este territorio, repelidos por las tribus indígenas que aquí habitaban, nada dóciles ni receptivas a la civilización europea.

Tuvieron que pasar varios siglos para que yo llegara a abrir los ojos por primera vez en esta ciudad, para ese día en que me ahogué de oxígeno llorando a gritos, en la Clínica Maternidad Conchita, donde han nacido y nacen aún una gran parte de los regiomontanos. Crecí en el seno de una familia de clase media, alimentada por la industria local, me eduqué en colegios privados católicos, tradicionales pero sin ser reaccionarios, aquí se alimentaron mis vicios y mis virtudes, aquí me bauticé, aquí encontré mi vocación, aquí también se enroncó mi voz. En Monterrey estudié, trabajé, me hice adulto.

Siempre que vengo a esta ciudad es como entrar en un balde de agua fría en el que partes de mi personalidad despiertan nuevamente, y mis ideas fluyen como nunca, mi cabeza piensa en otra perspectiva y mis ojos ven de nuevo una luz que estaba ciega. Monterrey, así como todo México, está siempre repleto de un brillo que deslumbra y te devuelve a la existencia.

Venir a Monterrey siempre se trataba de reencontrarse con una ciudad llenísima de vida, de gente joven, con muchísimas ganas de hacer las cosas bien. Músicos, artistas, estudiantes, escritores, ingenieros, juristas, médicos. Una ciudad llena de gente preparada, con una clase media enorme, con relativamente poca pobreza --aquí jamás verán las hordas de pedigüeños que por desgracia hay en otras ciudades del país--, un clima de la chingada y hasta hace apenas unos años, una ciudad bastante segura y divertida, donde no faltaba el trabajo bueno y bien pagado.

Quién que no haya vivido ese Monterrey hiper-ventilado desde finales de los años noventa hasta finales de la década de 2000 no recuerda la cara de esa ciudad que todos amamos: conciertos de bandas famosas, nacionales e internacionales; decenas de tocadas de grupos locales, resultado de la vivísima y creativa escena musical regiomontana, rockera y hiphopera, principalmente, que ha marcado toda una época de la cultura pop mexicana; quién no recuerda la gran cantidad de clubes y ciclos de cine que había, la cabronsísima vida nocturna en la que podías empezar en un café-terraza como la bellísima Casa Amarilla, pasar por algún antro alternativón como Kokoloko, UMA, Ibex o Café Iguanas, y terminar en la madrugada borracho en el Sabino Gordo, y almorzar en la hiper-madrugada en el Palax, el AL's, el Café Brasil. Si eras de una onda más pop y fresa, había decenas de sitios para tí; si eras de la onda grupera, podrías hasta irte a montar un toro mecánico entre putas disfrazadas de vaqueras; si eras de la onda gay, puff, ni qué decir, la oferta era inmensamente infinita, desde cafés, bares, clubes con jotas fresísimas hasta lugares de traileros, lesbianas de terror y vestidas navajeadas a donde todos íbamos a caer a las 9 de la mañana del día siguiente.

En ese Monterrey había extranjeros por todos lados, estudiantes de intercambio, particularmente, inversionistas; aparte de los ya típicos grupos de gringos, cuántos franceses, alemanes, canadienses, japoneses y chinos etc. se pasaban temporadas cortas y largas por aquí, e incluso cuántos de ellos no decidieron asentarse definitivamente aquí y hacer sus vidas, como tantos alemanes y franceses que conocí.

Pero ahora Monterrey está herido de gravedad, entregado a la muerte, punta del iceberg de lo que pasa en todo el país. La maldad, la maldad más brutal y ciega camina por las calles, se esconde, sorprende en el momento menos esperado. Esas noches de antaño son ahora duelos de silencio, residuos de sangre, asaltos masivos, balaceras que sorprenden esporádicas, horror de horrores nunca vistos jamás aquí por nadie.

II. De virtudes y defectos

México es un país lo suficientemente grande y diverso como para tener escondido, dentro de sí, a muchos méxicos que ni toda la fuerza de Telerrisa ni todo el vasconcelismo más anticuado y vetusto podrán uniformar. Monterrey tiene su propio carácter dentro del total de la mexicanidad. A la gente de Monterrey se le acusa de muchas cosas: de bárbaros, de agringados, de codos. Todas esas acusaciones tienen una dosis de razón. Pero son ciertas también de la gente de Monterrey muchas virtudes que tienen un tamaño de verdad: los regios son gente directa, te dirá las cosas tal cual son, sí o no, muy bien delimitado; aunque claro, a veces te lo dará a entender, pues no deja de ser, después de todo, como el resto de los mexicanos y no le gusta ofender, así como no le gusta la labia ni la gente labiosa. Aquí, prometer algo que no puedes cumplir es una estupidez. El regio suele o solía ser bastante cuidadoso con su dinero --aunque esta virtud con la bonanza de años últimos se ha perdido en mucha gente--, y el gandallismo aquí se ve tan mal que puede ser motivo para perder una amistad. Al regio le choca la parafernalia innecesaria; la tendencia es a pensar de una manera práctica. Incluso muchos trámites burocráticos aquí son tan eficientes y fluidos, que cuando llegué a Alemania su burocracia me parecía torpe y enfadosa. El regio se identifica solo por nostalgia turística con ese pasado del México monumental, de pirámides e iglesias soberbias: aquí, antes de 1900, no había gran cosa ni jamás se consolidó una estructura colonial a la manera de Oaxaca, Puebla o Guanajuato. En Monterrey se puede tener la sensación de estar en un punto cero de la historia en el que lo que cuenta es mirar hacia adelante, no hacia atrás, simplemente porque ese pasado de haciendas, iglesias y pirámides quedaba demasiado lejos en la misma escabrosa geografía que nos tuvo aislados durante siglos. Si en otras partes de Latinoamérica hay gente que está acomplejada por el trauma de la Conquista, al regiomontano le vale madre porque ya se le olvidó, además de que los imperios azteca y maya le quedan psicológica- y epistemológicamente demasiado lejos. El "no se puede" aquí no existe: un taxista, aunque no se sepa la dirección a donde va, te lleva; un taquero, si ya no tiene tortillas, peina cielo y mar antes que decirte que ya no te vende. Si el gobierno no hace algo, los grupos locales no se dejan esperar: no es por nada que la élite industrial no se esperó a que el Gobierno estatal o federal abrieran aquí un sucursal del Politécnico Nacional que fundó Lázaro Cárdenas, adelantándose Eugenio Garza Sada al fundar el Tecnológico de Monterrey.

¿Quién es un regiomontano? Un regiomontano pudo haber nacido en Monterrey de una familia asentada en la región durante siglos. Pero un regiomontano es igual un sinaloense, un yucateco o un tamaulipeco que vinieron primero a estudiar y luego se quedaron. Regiomontanos pueden ser un grupo de obreros de San Luis Potosí que migraron con sus familias en los años setenta. O una familia de indígenas zapotecas que llegaron desde Oaxaca, de donde trajeron ademas de sus lenguas, sus modos de organización social. Puede ser una familia descendiente de chihuahueños cuyo ancestro decidió venir a trabajar a la Fundidora. Regiomontana es también una familia de la Ciudad de México que, tras haber perdido todo en el temblor de 1985 o atemorizada durante la ola de hiperviolencia de la década de los 90s sufrida en la capital, decidió probar suerte acá, habiéndola encontrado. También puede ser un francés o un alemán que vino a México y conoció a una mexicana, y se quedó, una familia de chinos que esperaba cruzar a EEUU, pero resulta que aquí le fue muy bien con su negocio y echó raíz. Un académico argentino llegado después de la depresión de 2001, una arquitecta y su esposo que llegaron desde Buenos Aires en la época de las Juntas Militares, un futbolista brasileño retirado y convertido en empresario local, una americana de Ohio o de Pennsylvania enamoradas de México y casadas con mexicanos, con hijos mexicanos; un ingeniero de software uruguayo que se casó con una regiomontana y programa desde su casa en Escobedo. El origen de nuestra identidad, como toda posmodernidad, es múltiple, de manera que todo este mosaico de personas construye nuestra ciudad, enriquece su cultura local e introduce variaciones en las mentalidades aquí vividas.

Pero los regios también tienen un lado oscuro, que alimentó sin duda la crisis que vivimos ahora: en Monterrey hay por desgracia muchísimo clasismo y materialismo, un desprecio flagrante por los pobres y por ser pobre, especialmente en el distrito adinerado de San Pedro Garza García, y temo que la reciente violencia ha arreciado todavía más esos defectos. Por otro lado, el éxito económico vivido en años pasados infló más de la cuenta el ego regiomontano, y la presión por escalar socialmente es tan monstruosa que nadie se dio cuenta cómo se empezaron a perder los valores que antes se presumían: sencillez, austeridad, honradez y dureza de carácter fueron suplidos por versiones nefastas de hedonismo, derroche, mediocridad e infamia, representados no solo a nivel individual, sino a nivel empresa (Véase el caso del grupo FEMSA). Aunque no se puede comparar con la mojigatería ridícula del Bajío o de Puebla, el regiomontano acomodado suele ser bastante homofóbico y conservador, piensa que los pobres son pobres porque quieren serlo y su capacidad de empatía es casi nula. En su racismo tan internalizado, ignora su propio pasado indígena, que aunque disminuido por el predominio criollo de siglos, está ahí: Guadalupe, N.L., por ejemplo, fue originalmente una población tlaxcalteca, y los indígenas de la región no fueron totalmente exterminados, sino que muchos de ellos se asimilaron, junto con sus culturas, en la totalidad criolla predominante; igual que el resto de los mexicanos, nuestra dieta se basa en maíz, frijol y chile (y carne asada). La clase intelectual o creativa de Monterrey estaba traumada porque nuestra ciudad no es tan bohemia como la Ciudad de México, porque no es París o Brooklyn, sin darse cuenta de que eso no tuvo absolutamente nada qué ver para que se desarrollara, por ejemplo, toda una escena musical independientemente de carecer de todo el esnobismo y sofistificación (se dio cuenta, por desgracia, demasiado tarde, ahora mismo que sus centros de reunión están perdidos). Los regios suelen ser bastante individualistas, indiferentes a una cultura cívica, aunque con los acontecimientos recientes puedo notar que mucho de esto comienza a cambiar y despierta poco a poco una conciencia de comunidad más arraigada.

Sierra Madre Oriental

III. Dónde estamos y a dónde vamos

Sin duda, de gran parte de ese lado negativo, germinaron muchos de nuestros males actuales: el resentimiento y la segregación social han empujado a muchos jóvenes sin oportunidades a enfilarse en las bandas de narcotraficantes; olvidados del progreso, confinados en ghettos mientras el resto de la economía local bullía y el Estado gastaba poco o nada en lo social, la influencia de los Zetas, las Maras y otras mafias empezó a enraizar en las colonias populares. Por otro lado, entre las clases media y alta, la seducción del dinero fácil y abundante encontró inspiración en el narcotráfico, y la clase política, de por sí históricamente corrupta, se abarató y perdió todas sus figuras de liderazgo, supliéndolas por políticos de risa como Rodrigo Medina, hombres sin carisma, sin liderazgo ni ideas a los que solo les han temblado los testículos ante el problema actual.

Lo que pasa en Monterrey, y lo que ha venido pasando en Ciudad Juárez y Tijuana durante décadas, es por desgracia solo la punta del iceberg de lo que pasa en el resto del país. Cuando pienso en nuestro vecino Tamaulipas, por ejemplo, me lleno de horror. Y es que en Tamaulipas se respira otro ambiente, muchísimo peor al que vivimos en Monterrey: no solo la anarquía y el dominio de los cárteles es mucho más descarado y violento, sino que Tamaulipas es un nido fecundísimo para la hiedra del narcotráfico que vino solamente a hospedarse en un sistema que ya estaba concebido para la mafia. Nuestro querido vecino Estado ha sido históricamente un feudo del PRI, donde la oposición política es totalmente invisible y la prensa no tiene absolutamente ningún poder. No hay, ni por asomo, una comunidad de intelectuales y académicos en el seno de academias de prestigio. Es también un feudo del sindicato de PEMEX, presa del SNTE, un estado burócrata y agrícola en manos de estructuras de poder irrevocables, incuestionables, de las que los ciudadanos viven tal cual siervos como en los feudos de la Edad Media: en Ciudad Victoria, por ejemplo, lo común es esperar un hueso en la administración presente o por venir, buscar la "plaza", heredar las "horas" en la secundaria tal o cual sin trabajar ni tener la mínima preparación. Quien no puede integrarse a ese sistema de corrupción, tiene pocas opciones en el escaso sector privado local, en el ejercicio de profesiones libres o definitivamente tiene que irse. En mi familia, de origen tamaulipeco, los únicos no burócratas son los que viven fuera de ahí, en la Ciudad de México, Querétaro, Monterrey o EEUU. Tamaulipas es, en pocas palabras, una sociedad ya mafiosa, en la cual las mismas mafias del narcotráfico solo tomaron las estructuras de poder vertical que ya estaban ahí. El narco vino solo a desplazar al PRI, a PEMEX, al SNTE, y ahora parece dominarlo todo a un grado tal que incluso a la misma Universidad Autónoma se le hace un cobro de piso. Si eso es en Tamaulipas, una entidad bastante desarrollada, no quiero imaginar lo que sucede en Chihuahua, en Durango, en Michoacán, en Guerrero.

Quizás precisamente porque la sociedad regiomontana no funciona como la victorense, es que tengo esperanza de una recuperación más rápida; otro punto a favor es la honda raigambre que tiene la gente en esta ciudad, que no puede compararse con la de Ciudad Juárez, una metrópoli relativamente nueva que está siendo abandonada por sus habitantes, con pocas o ningunas raíces ahí, a una enorme velocidad. Además, la gran cantidad de intereses económicos en la región de Monterrey, nacionales y extranjeros, y la fortaleza y tradición de sus universidades son un ancla de peso que costó mucho trabajo construir y que no pueden ni deben perderse por el bien de la ciudad y de este ensombrecido país. Muchos se han ido --sobre todo gente que ha sido secuestrada, amenazada de muerte y tiene las posibilidades económicas para volver a empezar en el extranjero--, pero más del 90% no planea moverse de aquí: ¿por qué chingados tenemos que dejar nuestra casa? Quiero pensar que lo mismo pasará no solo en Monterrey, sino en todo, absolutamente todo mi país. Porque no es cierto, señores, los regios no nos creemos gringos; Estados Unidos solo nos gustaba para ir de shopping (cosa ya muy difícil, porque las autopistas son escenarios de batalla de los cárteles). Estamos en México, y de aquí somos.









lunes, septiembre 12, 2011

El sufrimiento de comer

Mi gente, ay mi gente, se queja a veces de mí, me creen anoréxico, bulímico, candidato a suplir a Anahí en RBD, porque saben que siempre o casi siempre he estado obsesionado con comer bien. Pero mi obsesión en la bondad y calidad de la comida no radica en si lo que como engorda o no, sino en que tenga buen sabor, sea saludable tanto al corto como al largo plazo para mi cuerpo y mi mente, me proporcione placer sin joder mi frágil estómago, y últimamente trato de fijarme -sin caer en obsesiones veganas- de que el origen del alimento sea noble, es decir, que no hayan rapiñado medio Madagascar para traerme pescado fresco.

Los que me conocen de años, saben que he tenido épocas de haber estado bien marrano (como cuando me gradué, venía saliendo de una terapia de 12 meses de anti-depresivos cuyo efecto colateral era subir de peso, no me vine a dar cuenta hasta que terminé la terapia, jajajaj), y como estar pasadísimo de peso no siempre es divertido, desde entonces he tratado de mantenerme al menos a niveles aceptables, más cuando en mi familia --nada más ni nada menos que en línea masculina-- hay una tendencia mortal hacia la diabetes.

Cuidar así lo que uno come, en un país del lejano norte, no es difícil, pues todo sabe casi a lo mismo, y el mayor peligro es nada más la cerveza y los miles de panes. Eso hace que vivir lejos de México sea una tristeza culinaria, pero volver a la patria querida --aunque sea solo a vacacionar--, me confronta con sabores intensos no probados durante meses, pero siempre con un terrible castigo colateral: la semana pasada, por ejemplo, luego de una larga noche de copas, le entré a unos chilaquiles de pollo ultrapicosos, en salsa roja, con respectivos frijoles negros refritos que sabían a toda la dinastía apolínea desnuda bajo el sol. Horas más tarde, fui invitado a una carne asada, con respectivo queso fundido y guacamole, trozos de carne voraces, tortillas voraces, apetito voraz y limonada incluida, también voraz.

No quiero relatarles a detalle cómo terminé, pero cuando venía de regreso a mi casa, casi chocaba, pues sentía dentro de mí un alien desgarrándome el pecho, y casi casi, tragarme a mí mismo, hundirme en un mareo de lodo llámese así a la náusea para finalmente hacerme casi chocar. Bendito país, con farmacias abiertas 24/7, que en Germania ya hubiera tenido que ir a la clínica universitaria de emergencias y esperar ocho siglos a que me atendieran mi gastritis entre gordas apocalípticas que no pueden respirar a las 3 a.m. y turcos recién navajeados, y buscar durante horas la farmacia que estuviera abierta de turno y pagar 10% más.

Vaya manera que tiene México de reclamarme la distancia.

Este soy yo el sábado pasado

martes, agosto 23, 2011

Nicknames

Siempre, o casi siempre, he sido "Boigen" en Internet. ¿De dónde salió? He contado esta historia muchas veces, porque siempre me la preguntan:

Leía yo "Peer Gynt" de Enrique Ibsen, traducción artesanal cortesía de Porrúa Records, vagalísimo año remoto, en los noventas, yo estaba en la secundaria, y ese verano largo, de esos larguísimos veranos ultra calurosos, estaba aburrido, deprimido, devastado por la adolescencia, escribía un diario en las noches, practicaba para mis lecciones de guitarra, e iba aproximadamente por el acto III de dicha obra, donde salía un personaje al encuentro de Peer (Pedro), perdido en un bosque de las montañas, en la oscuridad de la noche. En las tinieblas, Peer escuchaba movimientos, y una voz que susurraba, a la que preguntó con miedo, ¿quién eres?, y aquel respondió: "Soy Boigen". Aquí había una nota del traductor que explicaba que en las leyendas de los pueblos escandinavos, "boigen" o "böyg" era un espíritu que sólo vivía de noche y devoraba a la gente que quedaba perdida. Únicamente las campanas de las iglesias podían ahuyentarlo, y por eso, cuando algún campesino no volvía a casa de noche, su familia se apresuraba a sonarlas. "Boigen", además, significa el torcido, el raro, el oculto, según dicha nota. En alemán, el verbo "beugen" es en su significado más básico doblar o torcer, aunque yo siempre he pronunciado la G de Boigen como una J.

Años después me entero que es también un apellido, nada común, pero varia gente de apellido "Boigen", argentinos, sobre todo, me han contactado por Facebook, en cuyas líneas los leo desesperados por encontrar un pariente para comprobar su origen alemán y obtener un pasaporte. No me extraña en los tiempos que corren, y otra razón no encuentro a tan desesperados e-mails que me han llegado, y que yo para no decepcionar, mejor no respondo.

Mi psiquiatra, más loca que yo, decía que yo había escogido dicho nickname como un símbolo de mi personalidad huidiza, anti-social y secreta que mantenía por las noches. Y es cierto, en esa época yo solo vivía de noche, y lo de anti-social, creo que siempre fue una exageración por su afán de convertirme en un chico pop heterosexual, cosa que nunca logró, por obra y gracia de la Virgen.

Pero otros nicknames también llegué a utilizar, recuerdo uno de ellos, BlackSwan, no sé de dónde lo saqué, y otro fue KillerBee, de una línea de una canción de The Cure. Si me adivinan cuál sin googlear primero, serán mis estrellas favoritas.


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24.8.11

by H. B.


domingo, agosto 21, 2011

Collage de personalidades

No me queda duda de que cada persona es un collage de otras personalidades, que no sé hasta qué punto se herede genéticamente. Dice mi madre que mi parte sarcástica, burlona y chistosa la saqué de mi bisabuela, que murió a los 99 años entre carcajadas e ironías. No es mentira, el día de su muerte empezó a ver a sus fallecidos, a pelearse y reírse con ellos, como si de pronto en su cabeza hubiera habido un rewind. Por otro lado, mi lado irritable que se enciende como pólvora con la imbecilidad del mundo cuando no se puede reír, es igualito a mi abuelo paterno pero en versión softcore, porque mi abuelo, ese hombre de 1.85 con brazos y pecho de godzilla, sacaba la pistola.

Lo que no sé es de dónde exactamente me salió mi lado melancólico.


martes, agosto 16, 2011

La Búsqueda del Gimnasio de la Muerte

I. Inicio

Ay, cuánto los he extrañado, perdido en los lamentables, grises y malsanos pantanos del norte de Europa, mas uno nunca olvida su lugar de origen. Un poco harto del esteticismo de mi tumblr, pero a la vez decidido a mantener mi blog paralelo con textos un poco más cuidados --y menos guarros--, pero sin deseos de sacar de la cápsula del olvido al viejísimo blog Beach Mover (2004-2010) por tener una cantidad de contenido tal como para llevarme a la Corte, y después de pasar por varias horas terribles de bloqueo de escritor (ph.D. thesis writing feeling), esta noche, después de una caminata por el centro de esta marrana ciudad y una cerveza negra como la tarántula de Carmen Salinas, pensé que era necesario abrir este nuevo espacio al que he titulado "Crónicas Marranas", rememorando el viejo título de Ray Bradbury, lectura indispensable de los adolescentes que alguna vez fuimos, donde pudiera expresarme con mi habitual tono. Hasta aquí mi bienvenida.

II. El gimnasio de las locas o la putería de todos los días

No es de nadie secreto de que esta es la ciudad más gay de Alemania, y si eres hombre y vives aquí eres gay en automático hasta que no demuestres lo contrario. Siempre pensé que era una exageración de los medios, pero no: varios de mis alumnos se hicieron cargo de hacerme saber de sus preferencias en sus respectivas tareas, en una de las cuales me contaban una anécdota de desamor que terminé pensando si estos cabrones me habían tomado ya por la Silvia Pinal de las jotas. Qué decirles de las que estudian en la Escuela Superior de Deporte, expertas en lanzamiento de bala, jabalina y salto con garrocha, más mamadas que Mike Tyson y con voz de refrigerador Bosch descongelándose. Se puede ligar colgando la ropa en el sótano, esperando el metro, levantando un centavo del suelo, en la cola del supermercado (con el cajero, o la cajera, o con ambos) y por supuesto, tirando el jabón en la regadera del gym. A todo esto tengo que decir, que todos los gimnasios del Planeta Tierra son un pozo de homosexualidad excepto en un sitio: en Bonn. Pero en Monterrey, y el D.F. y Berlín, e incluso en San Juan de las Burros, lo es, y Colonia por supuesto que no es la excepción, pero joer, al gimnasio al que vine a caer era una jaula de pajarracas, un nido de musculocas entrenando junto a señoras de la novena edad, bugas despistados (o pendejos) y las clásicas niñas fresas que lo único que hacen es dar brinquitos en un aparatos que solo sirven para romperles el himen pero que están en un gimnasio lleno de gays porque nadie, nadie las va a molestar.

Cuando le pregunté a la dueña del sitio, una mujer muy parecida a Moria Casán, si tal vez me convendría quedarme en ese lugar porque temía que por la ausencia de ciertos aparatos el entrenamiento no fuera el mismo, me contestó casi gritando: "PEEEEEEEERO CLAAAAARO, SI AQUÍ TODOS LOS CHICOS SON COMO TUUU....!!!"

Moria Casán

¿O sea?, ¿qué estás tratando de decirme, bitch?! Pero el mundo siguió su curso, y me quedé ahí, donde por cierto se ve una iglesia románica desde los ventanales.

III. Competencia de estiramiento de llantas

A todo esto, fui a caer a ese sitio por ausencia de una oferta decente para hacer deporte en esta pinche ciudad. Vaya, en un país donde hay 6 meses de invierno, es recomendable tener un sitio para hacerlo y yo en Bonn había entrenado re-agusto en un sitio al que iba incluso un ex-ministro de Finanzas. Antes de ir al ya introducido lugar, había pasado por otro hoyo funky donde entrena Sylvia Reyss, la fisiculturista más famosa de Alemania, así que ya se pueden imaginar la clase de sitio del que estoy hablando:



espejos por todos lados, peste a sudor hasta el infinito, hombres entrenando medio descamisados, pezón de fuera, pelos de luchador de la WWF, una cajera rusa con un alemán pésimo en un brasier mínimo, y un entrenador más o menos guapillo incapaz de usar ropa interior explicándole a un anciano alemán con complejo de Rocky cómo hacer las abdominales. Dicho entrenador, por cierto, cuando me dio los informes me invitó a un evento especial: UNA COMPETENCIA DE ESTIRAMIENTO DE LLANTAS GIGANTES Y COCHES donde el hombre o la mujer más fuertes y mamados se llevarían como premio una dotación de seis meses en BARRILES DE CERVEZA KÖLSCH y sabrá Dios cuántas mamadas que solo el diablo sabe en esteroides, suplementos y tangas.

Podrán ustedes imaginar mi cara, sonriente, tratando de ser amable, y los libros de la biblioteca que llevaba yo bajo el brazo, ante aquello, casi me desmayo del asco.

Pronto más anécdotas al más antiguo estilo königsbergiano


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Köln 17.8.11
by Boigen