miércoles, diciembre 28, 2011

Sobreviviendo a la Navidad

Qué podría haber peor que tener que cruzar la Navidad atado a obligaciones y convenciones que, aceptémoslo, no le gustan a nadie más que a los monitos sonrientes de la publicidad de tiendas departamentales. Qué horror ser adolescente o niño y ser literalmente arrastrado bajo amenazas a visitas con las que hay que cumplir porque son un compromiso de tus padres, a parentescos que hay que sufrir tras reconocer las desviaciones genéticas del árbol familiar, por ejemplo tíos de noveno grado con aliento alcohólico a los que sus hijas bizarras y llenas de lunares velludos tienen que despertar de su neblina alcohólica aclarándoles que el sujeto que los saluda "ES EL MÁS CHIQUIIIITO DE TU SOBRINOOOOO (inserte aquí cualquier nombre en un diminituvo ridículo)". ¿Les parece conocida dicha escena? Seguro que sí, así como seguramente les sonarán familiares las cargas largas ante las que no te queda otra opción más que sonreír o llorar o escupir, los malos (re)sentimientos que brotan tras siglos y demás histerias como niños cagantes arrojando su regalo por la ventana porque no era el último juego Wii de 30o dólares que querían.

Navidad no tiene qué ser un tormento. Para mí dejó de serlo desde el momento en que unirme a mi familia (cercana o extendida) en dichas fechas se convirtió en una opción, y no en una obligación. Llega la edad en la que uno tiene el poder suficiente como para decir ahí-se-ven-putos, o simplemente tomar un avión y unirse al lío por mero deporte y amor a tragar, embriagarse y hacer bromas pesadas con miembros de tu familia a los que quieres auténticamente y a los que tienes ganas de ver y con los que tienes ganas de estar. Qué bonita es la libre elección de juntarte con quien realmente quieres pasar el rato (ya sea por cariño, por amistad, por solidaridad moral) y no por obligación (?) con gente loca y cristiana que solo discute entre sí y lo único que hará es señalar el pasaje bíblico correspondiente y luego servirte la cena tras haberse metido los dedos por la nariz. No me explico realmente por qué estas fechas sacan a veces lo peor de la gente; no es que nos odiemos, es que quizás no deberíamos obligarnos a reunirnos si sabemos que nada bueno saldrá de ello.

Muchos me han preguntado que qué se siente pasar la Navidad tan lejos de casa: para empezar, pasan desaparecibidos los adornitos, los regalitos, y los muchos -itos que se les puedan ocurrir. Acá en las universidades se suele trabajar hasta el merísimo día 23, y el semestre todavía no está concluido así que en enero habrá una continuación y no un restart. Este año lo pasé en Berlín en compañía de dos personas queridas por mí, todos nosotros imposibilitados por diversas razones de irnos demasiado lejos. Hicimos juntos las compras, prepararon (ellos, yo no) la comida, levitábamos en respectivas habitaciones poniendo música o videos, nos echábamos a huevonear leyendo o chateando, volvíamos a estar juntos para comer, para beber y charlar, intercambiamos algunos regalitos. Transcurrimos juntos los pesados y largos días mortíferos del 25 y 26 de diciembre donde prácticamente todo está cerrado y paralizado. Aprovechamos para ver viejos amigos. Dimos largas caminatas en las calles vacías de la ciudad. Y finalmente terminó todo. Ahora, hasta el próximo diciembre, para el cual por fortuna falta mucho.

Cosas buenas que tiene la Navidad en esta república de la virtud y el orden (y con las que me tengo que consolar ante la ausencia de las de aquel otro país de donde vengo)

glühwein (el famoso vino caliente)
lebkuchen (que son como unas galletas redondas con jengibre y clavo)
plätzchen (las galletitas que te invitará a hornear alguna amiga cursilienta que todavía no se acuerda de que ya le llegó la menstruación hace como 10 años)
pierna de ganso con col roja (¡un favorito personal!)
Christstollen (que es una especie de fruit-cake y a veces tiene la gracia de estar relleno con mazapán ^^)

Dentro de todo, espero la hayan pasado muy bien.

p.s. Sé que mis vibraciones ácidas a lo mejor les calarán a algunos de mis parientes si las leen. Tendrán razón si piensan que soy un cabrón y un loco. Sé que la distancia te hace apreciar más a las personas. Sé también que quizás algún día lamente no haber estado más cerca, el día que empecemos a morir, envejecer, enfermarnos. A mis tíos, primos y demás con los que he tenido diferencias les digo: los quiero, a pesar de todo. Si algo malo les pasara me dolería. Siempre desearé para ustedes lo mejor, aunque no siempre nos entendamos.

domingo, diciembre 25, 2011

Feliz Navidad



Al viejo estilo de Cocteau Twins

lunes, diciembre 19, 2011

El que a hierro mata



Definitivamente la Tesoro había vaticinado desde hace siglos la guerra contra el narco!!

domingo, diciembre 18, 2011

Más de lo que puedes leer

Tengo que ser realista: entre las ocupaciones fijas, el entretenimiento con los amigos, las obligaciones de la casa, ya no puedo dedicarme a leer tanto como solía hacerlo en mis épocas de estudiante universitario en las que solía aventarme varios libros por semana. Tengo muchos intereses, no solo la literatura (que es no solo mi hobbie, sino mi profesión). Sin embargo me siguen encantando mis libros, los amo, y mi colección es voluptuosa, tanto allá como acá. Como todo mundo, tengo libros que nunca he leído completos, otros que he leído varias y repetidas veces, otros tanto que hojeo al azar (como los de fotografías o poesía) según mi estado de ánimo. Llegué a Alemania con 15 libros básicos, que con el tiempo se han convertido en varias decenas que ya sofocan este su congal.

En Colonia tenemos varias librerías chingonas, y el jueves antepasado visité por primera vez la que oficialmente he declarado como mi librería favorita de la ciudad: se trata de la Lengfeld'sche Buchhandlung, a escasas cuadras de la catedral y de los estudios de la WDR. La descubrí un domingo de esos que me salgo a caminar a lo baboso para quitarme el tedio de los tiempos que corren. Ví que habían dedicado a este mes (tienen escritor del mes) al exquisito Uwe Johnson, un autor de la DDR que huyó a Berlín en los años sesenta y de los primeros en señalar el drama de la división de las dos Alemanias. Su novela más significativa, para mí, es Mutmassungen über Jakob (Suposiciones sobre Jakob). Pensé que si una librería le dedicaba el mes a este sujeto, debería ser un buen lugar.


Así que volví días después: estaba su dueña, una anciana milimétrica a la vez tiranosáurica de nombre Hannelore. Lo sé porque conversaba con una amiga suya, sentada en un sofá: hablaban de su declaración de impuestos y de los avatares del servicio médico para terminar discutiendo sobre la limpieza editorial de la traducción más nueva de Crimen y castigo al alemán. Yo las escuchaba mientras veía los libreros, expresándose en un alemán nítido, precioso, elegante y cultísimo. De fondo tenían una música indescifrable, que no era jazz, ni clásico, ni nada de eso: era algo más, como una sinfonía de todas las estaciones del año, una sinfonía de cielos y tierras o de todos los siglos y de todas las luces. Hojeaba libros de poesía hasta que Hannelore se puso de pie y me preguntó si buscaba algo en especial, y le pedí algo de Oskar Pastior. Buscó sin hallarlo y dijo "En realidad, siempre hay algo de él por aquí... pero ahora no tengo nada." Me encantó que no me molestara con un "¿Quiere ordenar una copia?", demostrándome que la cuestión mercadotécnica quedaba en segundo lugar.

La poesía completa del reciente Nobel, Tomas Tranströmer, traducida al alemán

Por todas partes había retratos de autores, sobre todo alemanes, Kafka por aquí, Herta Müller por allá, y otras tantas caras que no reconocía. Me daba la impresión de que la mujer los conocía o había conocido personalmente a todos. Al fondo de la tienda, había un pequeño estudio con micrófonos y asuntos varios: supe entonces que ahí se habían hecho grabaciones de audiolibros y de autores que habían recitado la propia obra. Supe que se habían grabado ahí también todos los tomos de En busca del tiempo perdido. No tuve más palabras.

domingo, diciembre 11, 2011

De cómo salí del hoyo un domingo

En una época tuve un blog que actualizaba tan frecuentemente, como muchos de ustedes sabrán, quizás movido por la idea de que tenía mucho qué decir o mucho qué fantasear. Ahora no estoy seguro de tener tanto qué decir (aunque fantasías locas tengo a diario y por minuto), y tengo la terrible sensación de que se están secando adentro de mí tantas cosas sin siquiera llegar a cobrar vida. ¿Será el puto invierno --el frío me vale madre, lo que me pudre es la oscuridad--?, ¿será simplemente que es domingo?, ¿será que estoy cada día más fastidiado de la rutina y necesito vacaciones?, ¿será que me hace falta el para mí esencial elemento y esencia de mi vida es decir, mis amigos, desde que me he mudado a Colonia (aquí es donde a veces me arrepiento de haberme mudado)?

Me siento demasiado atrapado en la vida académica a un grado insoportable. No puedo tomar un libro y leerlo en calma y no pensar, oh, esto podría dárselo a los putos alumnos para X o Y cosa o bien si me servirá o no para mi asquerosa tesis; no puedo escribir algo en mi propio idioma sin pensar, ¿y esto cómo lo traducirías?; no puedo hacer nada: me siento metido en un pinche frasco de cristal donde hace un chingo de frío y donde lo único que me marca es todo lo que concierne a la universitario.

¿A lo mejor estoy exigiendo demasiado?, ¿debería dejar de tener tan altas expectativas de mí mismo y simplemente vivir y ya está, sin esperar a que llegue un UFO y me secuestre a la chingada?

Tenía cerca de 10 días de no ir al gimnasio, por exceso de trabajo y también exceso de hueva y eventos propios de la época navideña. Esta tarde por fin me amarré los huevos y una vez ahí, miraba por la ventada de los vestidores de semejante putisitio: era un panorama bizarro, como todos los de estas espantosas ciudades de posguerra; los techos de las casas del centro, todas ellas horrendísimas y echas en serie, apestosos monstruos de hormigón que son el 80% de las edificaciones de prácticamente todo el país y sobre todo de esta región, a la que los Aliados se encargaron de volver a la edad de piedra en cuestión de meses allá en los prehistóricos años cuarenta.

En eso estaba, repasando el paisaje, cuando noté que entre el caserío tan sinembargo se asomaban los techos de una iglesia románica, y sus torres cuadrangulares. Con sus formas antiguas sentía que me hacía ojitos, sus gestos remotos de pasado le daban una nota de belleza al paisaje. Se trataba de la iglesia cristiana más antigua de Colonia, del siglo X, San Gereón o Sankt Gereon, dedicada a uno de los santos patronos de Colonia. Sus torres eran perfectas, color café, muy bien restauradas sobresalían del gris hormigón.

Me parecían hermosísimas y no dejaba de mirarlas mientras me vestía para salir al exterior nuevamente. En esos momentos, comenzaba a anochecer, y mis últimos instantes de contemplación coincidieron casualmente con los últimos minutos de luz.

Me sentí mejor, mucho mejor, tanto que cuando llegué a casa, me volvió el apetito y me dispuse a hacer la comida / cena en mi ritual dantesco, con algo de música, la ventana abierta para darle la bienvenida al frío, un vasito de vino blanco. Salé los trozos de gulasch de res (algo así como carne picada, para que se imaginen cómo se ve en las carnicerías de la Conasupo alemana misrreinasadoradas), trocé la cebolla en pequeñísimas partes, así como 250 gramos de enormes, blancos champiñones recién lavados para quitarles su consistencia terrosa y todo recuerdo a su polvosa filiación gusanal. En algo de margarina vegetal cocí la carne, el aroma era exquisito, y luego que estuvo cocida, retiré la carne hacia otro recipiente y en el jugo que restaba rehogué champiñones y cebolla. Mi nariz estaba inquietísima por lo que mi lengua deseaba, y luego de un rato eché 1/8 de vino blanco de la región colindante con el Rhin de la provincia de Hesse (suena muy acá nice, pero créanme que no, papacitos, costó solamente 1,80 la botella en el supermercado de descuento). El alcoholito mezclado con aquello creó un perfume voraz en el aire que amenazaba con provocarme una alucinación inmediata. Finalmente puse crema ácida para darle consistencia, y añadí los trozos de carne previamente cocinados y se hizo la gloria. Paralelamente, cocí spätzle (un tipo de pasta típica del sur) y les dí un toque de mantequilla cuando terminé. Por otro lado, la ensalada verde y fresca esperaba en un tazón, y me sentí un pequeño fauno recién escapado de la muerte mientras comía despacio y disfruté aquella cosa deliciosa con tanta gloria y autosatisfacción de saber que había salido de mis manos antes incapaces de cocinar nada. Aquello hubiera sido perfecto de tener compañía, pero bueno, no todo puede ser perfecto.




lunes, diciembre 05, 2011

La noble y muy leal ciudad de Bonn

No hay ciudad más insignificante quizás, ni más silenciosa ni más aburrida ni más decimonónica que Bonn. Eso es esa ciudad: un enorme trozo del siglo XIX, un vestigio medieval antiquísimo (la catedral) y otro del siglo XVIII (la Uni), así como unas gotas de la década de la Bonner Republik, los años setenta y su espantosa arquitectura. Llegué a ella desde Monterrey, de 3.5 millones de habitantes, de ese glorioso Monterrey de mediados de los años cero, reventado de locura como solía ser, así que se imaginarán lo aburrido que fue al principio para mí mudarme a la ex-capital de la República Federal, que pasó sin gran pena ni gloria por los anales de la historia alemana, que nunca fue capital sino provisorischer Regierungssitz (sede provisional de gobierno), pero que conserva aún el orgullo de haberlo sido aunque de ahí jamás pasó y para ser honestos la inmensa mayoría de los jóvenes alemanes con los que he hablado --hablo de gente menor a 22 años-- apenas y recuerdan que existe y ni mucho menos ha estado ahí jamás. Los primeros meses detesté la ciudad: aburrida, sosa, burguesa, lenta, silenciosa, extremadamente ordenada. Su vecina norteña, Colonia, mucho más caótica, sucia, proletaria, guarra, prostituta, siempre me atrajo más, pero por algo fue que me mantuve en Bonn tanto tiempo. Y quizás aquí la razón:

Tuvieron que pasar muchos meses y muchas cosas para que mi impresión de Bonn cambiara. Amé sus casonas viejas con pasión, al grado que tengo una colección de fotos de varias fachadas, detalles arquitectónicos, azoteas y estatuillas. Viví, de hecho, siempre en casas construidas alrededor de 1900, por mera casualidad o porque me perseguían quizás. Primero en la así llamada Südstadt, luego en el suburbio de Beuel. Ambos lados del Rhin habité, y todas sus colinas aledañas exploré a pie y en bicicleta. Me sé sus bosques casi de memoria, sus inmensos parques, porque estoy seguro no hay ciudad más verde que esa (si acaso los parques llenos de ratas de Berlín). Bonn es la única ciudad de Alemania en la que he estado en la que hay tantos pero tantos Platanen (desconozco qué árbol es este en español, pero se parecen a los eucaliptos) que en otoño sueltan un aroma exquisito a caramelo que siempre que lo huelo pienso inevitablemente en mi vieja casa en la Südstadt y en el primer invierno que pasé ahí: cuando 5 grados me mataban de frío. Conozco cada uno de los bares de la ciudad vieja o Altstadt, desde el bar rockero hasta el bar irlandés, pasando por el de viejos y el de jotos, aunque para ser sinceros, tampoco son muchos los bares. Sé dónde se compra el mejor pan, y depende de qué tipo de pan (¿con chocolate? la Schell de la plaza Bertha-von-Suttner, ¿el de centeno? La Zimmermann, ¿los pasteles? En la cafetería de viejas de la Kaiserstr. o con la vieja amargada de la Alstadt).

Bonn fue una flor que maduró lentamente dentro de mí. De repente estaba en todas partes el calor abrigante de una de sus pequeñas librerías, BuchLaden 46, premiada como la librería del año en la Feria de Frankfurt en 2010. De repente estaban por todos lados esas tardes de viernes de verano caminando por el centro tomando cerveza en terrazas y comiendo pastas frescas. De pronto estaban por todos lados amigos entrañables que por fin me integraron en la sociedad alemana y me acompañaron en cada penoso invierno.

Conozco de Bonn --o Bonna Castelis, como la llamaron los romanos-- las iglesias viejas, desde las capillas medievales en la Nordstadt hasta las Spätromantik de la zona sur, y hasta el residuo de una "tienda de artículos coloniales", de finales del siglo XIX, que muy apenas logra conservar su antiquísimo letrero donde se puede leer KOLONIALWAREN. Dónde está el mejor kebap, lo sé, dónde comer la mejor comida española, también lo sé, el frutero de más confianza del mercado, la tienda de segunda mano, el mejor sitio para sentarse a leer al aire libre sin ser molestado.

Mucha gente rara se cruzó por mi camino. El anciano loco que pasaba a las 3 de la mañana gritando que él había sido el único que había estado en la cárcel por robar una bicicleta. Los gritos de los adolescentes turcos borrachos, maldiciendo en dos o tres idiomas, sabrá Dios. El señor ya mayor que quiere pintar a todos en los bares y cafés a "3 euros por persona", que por cierto vi hace no mucho sentado en el segundo piso del viejo restaurante Bonner Brasserie, en el centro, tomando un café a solas, con una cara tan triste y larga que me dieron ganas de abrazarlo y decirle, oh, querido Alle-Mal-Malen-Mann, ¡cuánto te queremos todos los que hemos vivido en Bonn!

He caminado por Bonn --que proviene de "lugar", en celta antiguo-- en absoluto estado de ebriedad y/o de pachequez con botellas de vino en mano, y no precisamente en carnaval ni con desconocidos, sino con amigos y conocidos y colegas de alcoholismo. Me han corrido de lugares por borracho y escandaloso. Me he peleado con meseras pendejas, dueños mamones de restaurantes. Me he ganado la amistad de expendedoras de pan, de los dueños de un café, del dueño de la librería mencionada líneas arriba, de la adorable y cabronsísima rockera hija de una migrante española que me cortó el cabello durante años hasta que se regresó a Bavaria. Sé dónde vivieron antiguos funcionarios nazis, qué clase de dementes han pasado por esa vieja universidad --por la que también pasé yo, así como Nietzsche, Marx y la bestia de Joseph Ratzinger. Sé dónde hay ligue gay furtivo, y dónde se junta a jugar un equipo de futbol peruano-africano.

Sé, sobre todo, que mi viejo hogar habla por sí solo en las torres de una catedral del siglo XI, una pieza de arquitectura románica más antigua que la de Colonia, vieja, viejísima, intacta vieja sólida y oscura pregótica mujer de ojos largos, torre de cuento de hadas, magia pagana pura, casa de búhos y de sombras.

Volver a Bonn es volver al abrazo de mis amigos y su cariño, a ellos que me ayudaron a sentirme ahí en casa. Es volver a A, a B, a T, a M, a S, a D, a L y C, a K y a G y a R y a G y a A y muchos otros gracias a los cuales no es tan difícil volver cada año del peregrinaje a La Meca.

A todos ellos los sigo viendo por fortuna para burlarnos del mundo, para embriagarnos, drogarnos, hablar de libros, de países, de hombres y mujeres, hacernos weyes, gozar a pesar de que el sol se meta a las 4.