lunes, septiembre 12, 2011

El sufrimiento de comer

Mi gente, ay mi gente, se queja a veces de mí, me creen anoréxico, bulímico, candidato a suplir a Anahí en RBD, porque saben que siempre o casi siempre he estado obsesionado con comer bien. Pero mi obsesión en la bondad y calidad de la comida no radica en si lo que como engorda o no, sino en que tenga buen sabor, sea saludable tanto al corto como al largo plazo para mi cuerpo y mi mente, me proporcione placer sin joder mi frágil estómago, y últimamente trato de fijarme -sin caer en obsesiones veganas- de que el origen del alimento sea noble, es decir, que no hayan rapiñado medio Madagascar para traerme pescado fresco.

Los que me conocen de años, saben que he tenido épocas de haber estado bien marrano (como cuando me gradué, venía saliendo de una terapia de 12 meses de anti-depresivos cuyo efecto colateral era subir de peso, no me vine a dar cuenta hasta que terminé la terapia, jajajaj), y como estar pasadísimo de peso no siempre es divertido, desde entonces he tratado de mantenerme al menos a niveles aceptables, más cuando en mi familia --nada más ni nada menos que en línea masculina-- hay una tendencia mortal hacia la diabetes.

Cuidar así lo que uno come, en un país del lejano norte, no es difícil, pues todo sabe casi a lo mismo, y el mayor peligro es nada más la cerveza y los miles de panes. Eso hace que vivir lejos de México sea una tristeza culinaria, pero volver a la patria querida --aunque sea solo a vacacionar--, me confronta con sabores intensos no probados durante meses, pero siempre con un terrible castigo colateral: la semana pasada, por ejemplo, luego de una larga noche de copas, le entré a unos chilaquiles de pollo ultrapicosos, en salsa roja, con respectivos frijoles negros refritos que sabían a toda la dinastía apolínea desnuda bajo el sol. Horas más tarde, fui invitado a una carne asada, con respectivo queso fundido y guacamole, trozos de carne voraces, tortillas voraces, apetito voraz y limonada incluida, también voraz.

No quiero relatarles a detalle cómo terminé, pero cuando venía de regreso a mi casa, casi chocaba, pues sentía dentro de mí un alien desgarrándome el pecho, y casi casi, tragarme a mí mismo, hundirme en un mareo de lodo llámese así a la náusea para finalmente hacerme casi chocar. Bendito país, con farmacias abiertas 24/7, que en Germania ya hubiera tenido que ir a la clínica universitaria de emergencias y esperar ocho siglos a que me atendieran mi gastritis entre gordas apocalípticas que no pueden respirar a las 3 a.m. y turcos recién navajeados, y buscar durante horas la farmacia que estuviera abierta de turno y pagar 10% más.

Vaya manera que tiene México de reclamarme la distancia.

Este soy yo el sábado pasado

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que barbaridad Hijo! Lo bueno que el Dr. Simi no descansa!!!