miércoles, abril 23, 2014

Por qué viajar. II: Viajes al interior de mi habitación

(continuación del post anterior)

Y realmente faltaban algunos años para que pudiera realmente salir de Monterrey defintivamente. ¿Pero qué hace el viajero deseoso o aspirante a vagabundo, el que siente que tiene fuego en los pies? No todos tienen el privilegio de tener padres ricos, o de tener trabajos muy bien pagados -- o peor y más difícil aún, la libertad y el tiempo suficientes. A veces, y sobre todo cuando se es muy joven o se vive en un país difícil, solo se puede viajar hacia los interiores: se puede emigrar hacia adentro de sí mismo (Innere Migration, con este término se denomina a una generación de autores alemanes que no pudieron salir de aquí durante el nacionalsocialismo). Y eso también es un viaje: viajar no es simplemente subirse a un avión o a un coche, o treparse a un globo aeroestático. No es solo encontrarse en la expedición científica de un Humbold futuro, o de un Bouganville o un Darwin: se puede recorrer el mundo y aún así regresar igual de ciego. A veces la isla más exótica está dentro de los confines de la propia habitación, a veces la roca más antigua bajo la propia casa. Viaja así el niño pequeño entre playmobils y legos, el que prueba en casa una comida extraña, viaja el adolescente página por página de una vieja enciclopedia (o por Internet) -- Tantas veces estuve en Noruega sin estarlo, tantas veces en Tokyo sin saberlo. Incluso se puede haber viajado a través del tiempo: en el tiempo del libro, en el tiempo del filme, en el tiempo de los tiempos y a través de los relojes de muchas historias (y también a través de un espejo -- through the looking glass, como Carroll).

Así es que yo afirmo que he estado en Noruega, en el siglo XIX, cuando leí a Ibsen --de donde por cierto viene Boigen--: y realmente creo haber estado ahí y conocido a sus gentes, pues aunque Hedda Gabler o Peer Gynt nunca existieran, al mismo tiempo sí existieron pues Ibsen alguna vez conoció a alguien o miró ciertas personas que eran así, y decidió convertirlas en personajes. La ficción se confunde con la realidad, irremediablemente, y es así como un lector también viaja en la fantasía. Página tras página (o click tras click). Es así que sucede lo que Bruce Chatwin llama viajes al interior de mi habitación, porque no siempre es posible dejarla, y a veces esas paredes que parecen prisión realmente nunca lo han sido: son más bien un atajo hacia otro mundo donde una niña curiosa puede correr perfectamente detrás de una liebre, o en donde en medio de San Petersburgo aterrizamos en pleno siglo diecinueve para conocer a un alucinante estudiante de leyes dispuesto a redimir al mundo de sus lastres. Los libros son una perfecta -- si bien no única -- forma de hacer este tipo de viajes.

Viajes alrededor de la habitación propia es a lo que yo apelo cuando no quiero salir o no puedo salir. Cuando era estudiante, durante mucho tiempo tuve que quedarme en Monterrey por muchas cuestiones. Recuerdo perfectamente el dolor de cuello que me acompañaba en varias noches febriles en las que sentía que estaba a punto de estallar: era extremadamente difícil lograr conseguir el dinero suficiente para largarse y me soñaba en Australia o en la isla de Creta, con una nostalgia irreparable. Pero un día simplemente decidí que no podía quedarme solamente dentro de mi habitación con 40 grados centígrados, y que tampoco iba a amargarme por no poder tomar un avión, sino que tendría que explorar el laberinto interminable que es Monterrey, la misma ciudad de la que me quejo y me quejaré hasta que deje de tener nombre y apellido. Al dejar mi habitación y adentrarme en mi Monterrey de antaño, descubrí ríos subterráneos, casas viejas, mercados y cantinas; descubrí las antiguas mansiones de estilo californiano, moteles diminutos y prostíbulos, taquerías olorosas y muros del siglo XIX, descubrí gente y descubrí caras, caminé y hasta fui levantado de un coche en una ocasión por un sujeto que me confundió con un chichifo -- no pasó nada, puedo asegurarlo, pero fue un viaje a los recovecos del deseo ajeno y de la doble cara que me ofrecía su corbata cara y su olor a oficina. 

En mi ciudad de residencia actual a veces simplemente uso mis pies y camino: y me dirijo hacia sus viejísimas iglesias y sus discretas torres. También es un viaje en el tiempo, tanto como lo es observar a veces las caligrafías hermosas de los años cincuenta y los años sesenta que todavía decoran muchos edificios de esta ciudad reconstruida, esta ciudad milenaria pero a la vez de apenas unas décadas, pues en la guerra todo se fue al carajo y se restauró de pronto en lo que es hoy, a una velocidad increíble.

Uno se puede mover alrededor de la propia habitación, y alrededor de la propia ciudad al usar un instrumento valiosísimo que son los pies. Y es que no sé porqué la obsesión de la gente por usar solamente sus coches o su miedo a andar, si la civilización humana comenzó el día en que el homo sapiens se bajó del árbol y caminó. Caminar es la expresión más básica de la civilización, me dijo mi amigo JC cuando me mostró su barrio en París, y aún así hay quien se niega a caminar por comodidad o por pereza (o miedo).

Pero caminar, en resumen, o dicho de otra forma, usar las patas, es el primer instrumento del viaje: ¿o que acaso no fue caminando que nuestros ancestros cruzaron de Asia hacia América por el estrecho de Bering?, ¿acaso creen que llevaban sus texas trucks?, ¿que no fue caminando que Humboldt y Bonpland ascendieron al Chimborazo o no fue así que nuestros antiguos aztecas abandonaron Aztlán o los antiguos germanos descendieron en hordas hacia el Imperio y lo destrozaron para construir Europa? Si he de recordar aquí a un caminante honorable -- y  a la vez abyecto -- fue Jean Cocteau, que en los años treinta literalemente caminó por Francia y hacia Alemania --en aquel tiempo bajo el nazismo--, de lo cual cuenta en su Journal du voleur. Caminó hasta los límites del hastío y su propio impulso transgresor, se adentró en baños públicos, casernas, prostíbulos y los lugares más inmundos. También caminando es como el autor norteamericano Joseph Mitchell pudo escribir los relatos de My ears are bent, un compendio de anécdotas de la gente que conoció en el Manhattan de los 1930s.

Caminar es el instrumento más básico del viaje y el segundo paso que viene después de ese largo viaje al interior de la habitación. Cuando llegué a Bonn, y me encontraba todavía solo y sin amigos, recuerdo que a los pocos días de llegado tomé mis zapatos, una chaqueta ligera y salí: caminé hacia donde el sentido me llevara o me engañaran los ojos. El sentido de orientación es lo primero que hay que escuchar, y luego de éste las tripas juegan un papel importante: es el instinto y nada más que el instinto el que te debe decir hacia donde ir. Así fue una vez, no sé cómo, que fui a pasar frente a un prostíbulo en una de las calles más peligrosas de Monterrey: tenía si mal no recuerdo cerca de 20 años, y llevaba mi mochila al hombro y las prostitutas se avalanzaron sobre mí llamándome papito, chiquito, minene, mirrey (así, sin separar las sílabas), invitándome a pasar. No olvido el olor a perfume, y la enorme estatuta de la San Muerte protegiéndolas. Debieron ver mi rostro tan asustado, (que las miró con unos ojos hinchados por la sorpresa, no del todo agramatical con el paisaje, pero sí inesperada) porque unos instantes después explotaron en carcajadas. Ese encuentro sucedió gracias a una fervorosa caminata, y aunque me asusté al principio, debo confesar que lo último que me quedaba de inocencia quedó herida de muerte -- y nunca volví a ser el mismo. Ese episodio y muchos otros que resultaron de largas caminatas no los podré olvidar.

No se puede sentir miedo: siempre habrá un ángel de la guarda (el ángel del instinto) observando alrededor y detrás de tí. El miedo --después de la pereza-- es el mayor obstáculo a vencer.






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