domingo, diciembre 11, 2011

De cómo salí del hoyo un domingo

En una época tuve un blog que actualizaba tan frecuentemente, como muchos de ustedes sabrán, quizás movido por la idea de que tenía mucho qué decir o mucho qué fantasear. Ahora no estoy seguro de tener tanto qué decir (aunque fantasías locas tengo a diario y por minuto), y tengo la terrible sensación de que se están secando adentro de mí tantas cosas sin siquiera llegar a cobrar vida. ¿Será el puto invierno --el frío me vale madre, lo que me pudre es la oscuridad--?, ¿será simplemente que es domingo?, ¿será que estoy cada día más fastidiado de la rutina y necesito vacaciones?, ¿será que me hace falta el para mí esencial elemento y esencia de mi vida es decir, mis amigos, desde que me he mudado a Colonia (aquí es donde a veces me arrepiento de haberme mudado)?

Me siento demasiado atrapado en la vida académica a un grado insoportable. No puedo tomar un libro y leerlo en calma y no pensar, oh, esto podría dárselo a los putos alumnos para X o Y cosa o bien si me servirá o no para mi asquerosa tesis; no puedo escribir algo en mi propio idioma sin pensar, ¿y esto cómo lo traducirías?; no puedo hacer nada: me siento metido en un pinche frasco de cristal donde hace un chingo de frío y donde lo único que me marca es todo lo que concierne a la universitario.

¿A lo mejor estoy exigiendo demasiado?, ¿debería dejar de tener tan altas expectativas de mí mismo y simplemente vivir y ya está, sin esperar a que llegue un UFO y me secuestre a la chingada?

Tenía cerca de 10 días de no ir al gimnasio, por exceso de trabajo y también exceso de hueva y eventos propios de la época navideña. Esta tarde por fin me amarré los huevos y una vez ahí, miraba por la ventada de los vestidores de semejante putisitio: era un panorama bizarro, como todos los de estas espantosas ciudades de posguerra; los techos de las casas del centro, todas ellas horrendísimas y echas en serie, apestosos monstruos de hormigón que son el 80% de las edificaciones de prácticamente todo el país y sobre todo de esta región, a la que los Aliados se encargaron de volver a la edad de piedra en cuestión de meses allá en los prehistóricos años cuarenta.

En eso estaba, repasando el paisaje, cuando noté que entre el caserío tan sinembargo se asomaban los techos de una iglesia románica, y sus torres cuadrangulares. Con sus formas antiguas sentía que me hacía ojitos, sus gestos remotos de pasado le daban una nota de belleza al paisaje. Se trataba de la iglesia cristiana más antigua de Colonia, del siglo X, San Gereón o Sankt Gereon, dedicada a uno de los santos patronos de Colonia. Sus torres eran perfectas, color café, muy bien restauradas sobresalían del gris hormigón.

Me parecían hermosísimas y no dejaba de mirarlas mientras me vestía para salir al exterior nuevamente. En esos momentos, comenzaba a anochecer, y mis últimos instantes de contemplación coincidieron casualmente con los últimos minutos de luz.

Me sentí mejor, mucho mejor, tanto que cuando llegué a casa, me volvió el apetito y me dispuse a hacer la comida / cena en mi ritual dantesco, con algo de música, la ventana abierta para darle la bienvenida al frío, un vasito de vino blanco. Salé los trozos de gulasch de res (algo así como carne picada, para que se imaginen cómo se ve en las carnicerías de la Conasupo alemana misrreinasadoradas), trocé la cebolla en pequeñísimas partes, así como 250 gramos de enormes, blancos champiñones recién lavados para quitarles su consistencia terrosa y todo recuerdo a su polvosa filiación gusanal. En algo de margarina vegetal cocí la carne, el aroma era exquisito, y luego que estuvo cocida, retiré la carne hacia otro recipiente y en el jugo que restaba rehogué champiñones y cebolla. Mi nariz estaba inquietísima por lo que mi lengua deseaba, y luego de un rato eché 1/8 de vino blanco de la región colindante con el Rhin de la provincia de Hesse (suena muy acá nice, pero créanme que no, papacitos, costó solamente 1,80 la botella en el supermercado de descuento). El alcoholito mezclado con aquello creó un perfume voraz en el aire que amenazaba con provocarme una alucinación inmediata. Finalmente puse crema ácida para darle consistencia, y añadí los trozos de carne previamente cocinados y se hizo la gloria. Paralelamente, cocí spätzle (un tipo de pasta típica del sur) y les dí un toque de mantequilla cuando terminé. Por otro lado, la ensalada verde y fresca esperaba en un tazón, y me sentí un pequeño fauno recién escapado de la muerte mientras comía despacio y disfruté aquella cosa deliciosa con tanta gloria y autosatisfacción de saber que había salido de mis manos antes incapaces de cocinar nada. Aquello hubiera sido perfecto de tener compañía, pero bueno, no todo puede ser perfecto.




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