lunes, diciembre 05, 2011

La noble y muy leal ciudad de Bonn

No hay ciudad más insignificante quizás, ni más silenciosa ni más aburrida ni más decimonónica que Bonn. Eso es esa ciudad: un enorme trozo del siglo XIX, un vestigio medieval antiquísimo (la catedral) y otro del siglo XVIII (la Uni), así como unas gotas de la década de la Bonner Republik, los años setenta y su espantosa arquitectura. Llegué a ella desde Monterrey, de 3.5 millones de habitantes, de ese glorioso Monterrey de mediados de los años cero, reventado de locura como solía ser, así que se imaginarán lo aburrido que fue al principio para mí mudarme a la ex-capital de la República Federal, que pasó sin gran pena ni gloria por los anales de la historia alemana, que nunca fue capital sino provisorischer Regierungssitz (sede provisional de gobierno), pero que conserva aún el orgullo de haberlo sido aunque de ahí jamás pasó y para ser honestos la inmensa mayoría de los jóvenes alemanes con los que he hablado --hablo de gente menor a 22 años-- apenas y recuerdan que existe y ni mucho menos ha estado ahí jamás. Los primeros meses detesté la ciudad: aburrida, sosa, burguesa, lenta, silenciosa, extremadamente ordenada. Su vecina norteña, Colonia, mucho más caótica, sucia, proletaria, guarra, prostituta, siempre me atrajo más, pero por algo fue que me mantuve en Bonn tanto tiempo. Y quizás aquí la razón:

Tuvieron que pasar muchos meses y muchas cosas para que mi impresión de Bonn cambiara. Amé sus casonas viejas con pasión, al grado que tengo una colección de fotos de varias fachadas, detalles arquitectónicos, azoteas y estatuillas. Viví, de hecho, siempre en casas construidas alrededor de 1900, por mera casualidad o porque me perseguían quizás. Primero en la así llamada Südstadt, luego en el suburbio de Beuel. Ambos lados del Rhin habité, y todas sus colinas aledañas exploré a pie y en bicicleta. Me sé sus bosques casi de memoria, sus inmensos parques, porque estoy seguro no hay ciudad más verde que esa (si acaso los parques llenos de ratas de Berlín). Bonn es la única ciudad de Alemania en la que he estado en la que hay tantos pero tantos Platanen (desconozco qué árbol es este en español, pero se parecen a los eucaliptos) que en otoño sueltan un aroma exquisito a caramelo que siempre que lo huelo pienso inevitablemente en mi vieja casa en la Südstadt y en el primer invierno que pasé ahí: cuando 5 grados me mataban de frío. Conozco cada uno de los bares de la ciudad vieja o Altstadt, desde el bar rockero hasta el bar irlandés, pasando por el de viejos y el de jotos, aunque para ser sinceros, tampoco son muchos los bares. Sé dónde se compra el mejor pan, y depende de qué tipo de pan (¿con chocolate? la Schell de la plaza Bertha-von-Suttner, ¿el de centeno? La Zimmermann, ¿los pasteles? En la cafetería de viejas de la Kaiserstr. o con la vieja amargada de la Alstadt).

Bonn fue una flor que maduró lentamente dentro de mí. De repente estaba en todas partes el calor abrigante de una de sus pequeñas librerías, BuchLaden 46, premiada como la librería del año en la Feria de Frankfurt en 2010. De repente estaban por todos lados esas tardes de viernes de verano caminando por el centro tomando cerveza en terrazas y comiendo pastas frescas. De pronto estaban por todos lados amigos entrañables que por fin me integraron en la sociedad alemana y me acompañaron en cada penoso invierno.

Conozco de Bonn --o Bonna Castelis, como la llamaron los romanos-- las iglesias viejas, desde las capillas medievales en la Nordstadt hasta las Spätromantik de la zona sur, y hasta el residuo de una "tienda de artículos coloniales", de finales del siglo XIX, que muy apenas logra conservar su antiquísimo letrero donde se puede leer KOLONIALWAREN. Dónde está el mejor kebap, lo sé, dónde comer la mejor comida española, también lo sé, el frutero de más confianza del mercado, la tienda de segunda mano, el mejor sitio para sentarse a leer al aire libre sin ser molestado.

Mucha gente rara se cruzó por mi camino. El anciano loco que pasaba a las 3 de la mañana gritando que él había sido el único que había estado en la cárcel por robar una bicicleta. Los gritos de los adolescentes turcos borrachos, maldiciendo en dos o tres idiomas, sabrá Dios. El señor ya mayor que quiere pintar a todos en los bares y cafés a "3 euros por persona", que por cierto vi hace no mucho sentado en el segundo piso del viejo restaurante Bonner Brasserie, en el centro, tomando un café a solas, con una cara tan triste y larga que me dieron ganas de abrazarlo y decirle, oh, querido Alle-Mal-Malen-Mann, ¡cuánto te queremos todos los que hemos vivido en Bonn!

He caminado por Bonn --que proviene de "lugar", en celta antiguo-- en absoluto estado de ebriedad y/o de pachequez con botellas de vino en mano, y no precisamente en carnaval ni con desconocidos, sino con amigos y conocidos y colegas de alcoholismo. Me han corrido de lugares por borracho y escandaloso. Me he peleado con meseras pendejas, dueños mamones de restaurantes. Me he ganado la amistad de expendedoras de pan, de los dueños de un café, del dueño de la librería mencionada líneas arriba, de la adorable y cabronsísima rockera hija de una migrante española que me cortó el cabello durante años hasta que se regresó a Bavaria. Sé dónde vivieron antiguos funcionarios nazis, qué clase de dementes han pasado por esa vieja universidad --por la que también pasé yo, así como Nietzsche, Marx y la bestia de Joseph Ratzinger. Sé dónde hay ligue gay furtivo, y dónde se junta a jugar un equipo de futbol peruano-africano.

Sé, sobre todo, que mi viejo hogar habla por sí solo en las torres de una catedral del siglo XI, una pieza de arquitectura románica más antigua que la de Colonia, vieja, viejísima, intacta vieja sólida y oscura pregótica mujer de ojos largos, torre de cuento de hadas, magia pagana pura, casa de búhos y de sombras.

Volver a Bonn es volver al abrazo de mis amigos y su cariño, a ellos que me ayudaron a sentirme ahí en casa. Es volver a A, a B, a T, a M, a S, a D, a L y C, a K y a G y a R y a G y a A y muchos otros gracias a los cuales no es tan difícil volver cada año del peregrinaje a La Meca.

A todos ellos los sigo viendo por fortuna para burlarnos del mundo, para embriagarnos, drogarnos, hablar de libros, de países, de hombres y mujeres, hacernos weyes, gozar a pesar de que el sol se meta a las 4.

1 comentario:

MAAG dijo...

El Bonn, un noble.

Creo que no es de a gratis el palíndromo, al centavo le queda.